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Homilía del Domingo de Resurrección

Monasterio de Santa Clara, Corrientes, 12 de abril de 2020

Me alegra mucho poder celebrar el Domingo de Resurrección en el Monasterio de las Hermanas Clarisas y en comunión con toda la comunidad arquidiocesana. Considero que hacerlo en este lugar y compartirlo con todos ustedes que participan desde sus hogares es una gracia que nos viene por causa del aislamiento al que nos confinó la pandemia. Hago mención del contexto en el que nos encontramos para destacar que en esta casa vive un grupo de mujeres que se “aisló” voluntariamente. Algunas llevan más de 40 años viviendo en esta “cuarentena” permanente, y otras que apenas cumplieron 18 años y se están preparando para quedarse aquí definitivamente. ¿No les llama la atención que haya jóvenes que insistan en querer entrar a vivir la clausura en forma permanente?

En cambio, nosotros no sabemos qué hacer para huir del aislamiento sanitario que aún no lleva un mes, porque no sabemos qué más hacer entre las cuatro paredes de la casa. Pero, por otro lado, y afortunadamente hay quienes viven el desafío de quedarse en casa como una oportunidad para dialogar más en familia, distribuirse más equitativamente las tareas del hogar, preguntarse cómo ayudar a otros sin transgredir la cuarentena, comunicarse por las redes con quienes hace mucho que no hablaban, rezar más y hacerlo en familia, participar juntos de las celebraciones que se ofrecen a través de las redes sociales, y tantas otras iniciativas que pueden surgir de la imaginación tanto de los chicos como de los grandes.

Y ahora dirijamos por un momento la atención a la vida de las hermanas en esta clausura permanente. Aquí tenemos una señal viva de la fuerza que transmite Jesús resucitado y vivo entre nosotros, más allá de las dimensiones físicas que puede tener el lugar donde nos desenvolvemos. Con él hay siempre un amanecer en la vida del creyente, a pesar de los nubarrones, tormentas y límites  por las que inevitablemente todos tenemos que pasar. Fíjense, el Evangelio que acabamos de proclamar, empieza así: “El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro” (Jn 20,1). Y así, haciendo referencia al amanecer, empiezan las cuatro narraciones de los cuatro evangelistas sobre la resurrección de Jesús. Con él, la vida se convierte en un continuo amanecer, hasta que nos encontremos definitivamente con Dios, que tiene el poder de la vida que no conoce ocaso (cf. Hb 7,16).

Así es, estas hermanas descubrieron un tesoro que es más valioso que cualquier otra propuesta que puede ofrecer el mundo. Cierran la puerta que da a la calle no para esconderse y evadirse de los problemas cotidianos, sino para abrir esa otra puerta por la que dejan pasar a Jesús para dejarlo resucitar todas las mañanas en sus corazones, les dé fortaleza para los trabajos de subsistencia que realizan diariamente, las transforme interiormente para amarse como verdaderas hermanas, y las disponga dócilmente a estar al servicio de las más débiles. Quien tuvo la oportunidad de estar algún tiempo con ellas, se asombra de la alegría y la paz que reina entre ellas. Sin embargo, ninguna de ellas está libre de sus propios egoísmos. Pero saben que Jesucristo puede siempre más y al final es él quien canta victoria, a la que la monja se suma con mucho gozo.

A estas señales poco comunes del poder de Jesucristo resucitado sobre el pecado y todo mal, podemos sumar muchas otras que suceden hoy entre nosotros. Vayamos a las fronteras de riesgo en las que nos puso la pandemia. Cuántas personas exponen su vida sirviendo a sus hermanos en las más diversas necesidades: desde los médicos y personal sanitario, los que cuidan de la población ejerciendo con responsabilidad su función pública, sacerdotes que continúan ateniendo a los enfermos en sus domicilios, consagradas que se las ingenian para estar cerca y consolar a los que están atribulados por esta situación, y los encargados de los servicios de provisión, limpieza, etc. Donde hay un gesto generoso de desprendimiento de sí mismo a favor de otro, se pone en movimiento una fuerza contra la que ningún mal tiene poder para detenerla. El amanecer de la resurrección de Jesucristo es la victoria definitiva del bien sobre el mal, del amor sobre el odio, de la vida sobre la muerte.

También nosotros, junto con Pedro y Juan, nos asomamos a los sepulcros de hoy en los que, lamentablemente, continúan habiendo señales de muerte causadas por la ambición y egoísmo de los hombres; pero también con ellos creemos que con el poder de Cristo resucitado es posible superar todo mal y soñar con un mundo en el que nos cuidemos más y atendamos primero a los más pobres y sufrientes. En estos días escuchamos muchas voces que coinciden en que de esta crisis tenemos que salir mejores personas y pensar en estructurar la convivencia social con una escala de valores en los que efectivamente se priorice a los más vulnerables.

La escuela para aprender a tratarnos mejor y ser creativos para enfrentar los límites es nuestra propia familia. La casa se convirtió en un espacio exigente y provocador que nos reclama un nuevo ejercicio de paciencia y diálogo, de perdón y de reencuentro, un lugar de alegría y de fiesta. Las hermanas clarisas que nos facilitaron su capilla para celebrar el Domingo de Resurrección, son testigos fieles y gozosas de que es posible la convivencia cuando descubrimos que entre nosotros está Cristo vivo, derramando su Espíritu de Amor en nuestros corazones, y derritiendo los hielos de egoísmo que nos confunden, separan y enfrentan. Abramos cada vez más la puerta de nuestro hogar a Jesucristo, para que su amor reine en nuestros corazones, y sea la fuente para el arduo ejercicio cotidiano de amar al prójimo que tengo al lado.

Con la presencia amorosa de María, Madre de Jesús y Madre nuestra, transitemos confiados este tiempo en el que estamos expuestos a peligros que aún no podemos dominar. Hoy nos ponemos en sintonía con propuesta del CELAM que convoca hoy a toda América Latina a un acto de consagración de América Latina y El Caribe a Nuestra Señora de Guadalupe, emperatriz de América, para pedirle la salud y el fin de la pandemia. Los invito a escuchar aquellas palabras tan tiernas y consoladoras que le dirigió la Virgen de Guadalupe al indio Juan Diego en el año 1531, cuando estaba muy angustiado: «Escucha, ponlo en tu corazón, Hijo mío el menor, que no es nada lo que te espantó, lo que te afligió; que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad ni ninguna otra enfermedad, ni cosa punzante y aflictiva. ¿No estoy yo aquí, que tengo el honor y la dicha de ser tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Acaso tienes necesidad de alguna otra cosa?»” (Nican Mopohua, vv. 117-119).

Preparemos ahora la mesa del altar, en torno a la cual nos reúne Jesús Resucitado. El quiere fortalecer nuestros pasos temerosos y nuestro corazón angustiado por el momento que estamos atravesando con el alimento de su Cuerpo y de su Sangre, y animarnos a continuar nuestra peregrinación con él, cuidando a los más débiles.  Aunque el aislamiento no nos permite comulgar sacramentalmente, lo haremos espiritualmente con la certeza de que la presencia real de Cristo resucitado y vivo entra en mi vida si lo deseo y suplico con humildad. Confiémonos a su Madre, Virgen gloriosa y bendita, y que ella nos libre pronto de esta amenaza.

 

†Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes