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Homilía en la Liturgia de la Pasión del Viernes Santo

Corrientes, 10 de abril de 2020

Solo el que ama en serio es capaz de dar la vida por el amado, porque sabe que el amor es más fuerte que la muerte, y porque sabe también que no tiene sentido la vida sino se la entrega por amor. Es probable que la mayor parte de la humanidad esté de acuerdo con lo que acabamos de decir, porque el ser humano fue creado para amar y dar la vida, y no para el egoísmo que la arrebata y ahoga.

Sin embargo, el misterio del mal ha contaminado a tal punto la condición humana que, aun cuando afirmamos que amar es dar la vida, en la práctica muchas veces nos aferramos a ella sin importarnos nuestros semejantes. Ese egoísmo naturalizado en el que nos sumergimos provoca también graves daños al ambiente en el que vivimos. El desamor ha provocado un caos de proporciones tan gigantescas que el ser humano por sí mismo no puede superar. El origen de ese caos es la ruptura que produjo el ser humano con su Creador, con sus semejantes y con la naturaleza. En lugar de aceptar la propuesta que le hizo Dios de vivir “de cara hacia él”, “de frente uno al otro” en pie de igualdad, y juntos “sobre la tierra” para cultivarla y embellecerla, prefirió ceder a la tentación que le sugería “ser como dios” (cf. Gen 2 y 3), autofundarse para no tener que responder ante nadie. Esa tentación continúa teniendo una dramática vigencia, cuyas señales patéticas son la confusión respecto de lo que está bien y lo que está mal, y la división que lleva a un permanente enfrentamiento. 

Dios, que ha creado por amor a sus criaturas, no las abandonó a su suerte. Y aunque el hombre reiteradamente le da la espalda a su Creador y pretende construirse a sí mismo sin tenerlo en cuenta, sus entrañas de misericordia se estremecen y no deja de buscarlo y tenerle paciencia, como una verdadera madre que ama a su hijo aun cuando este la maltrata e ignora. Hoy, Viernes de la Pasión del Señor, escuchamos hasta qué extremo llega el Amor de Dios por su criatura. Abandonado y traicionado, no deja de amarnos y perdonarnos. Por la pasión y la cruz el amor de Dios se hizo camino de redención y salvación para toda la humanidad.

El texto del profeta Isaías que acabamos de oír, anuncia a un servidor obediente a Dios que presenta muchas semejanzas con la pasión y muerte de Jesús: “Él fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades, (…) por sus heridas fuimos sanados. (…) Al ser maltratado, se humillaba y ni siquiera abría su boca: como un cordero llevado al matadero. (…) A causa de tantas fatigas, él verá la luz y, al saberlo, quedará saciado. Mi Servidor justo justificará a muchos y cargará sobre sí las faltas de ellos. Por eso le daré una parte entre los grandes y él repartirá el botín junto con los poderosos” (cf. Is 52,13ꟷ53,12). Jesús, el Hijo de María, el Verbo hecho Carne, es ese Servidor justo anunciado por el profeta, es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Por su parte, el autor de la carta a los Hebreos, nos asegura diciendo: “Ya que tenemos en Jesús, el Hijo de Dios, el Sumo Sacerdote insigne que penetró en el cielo, permanezcamos firmes en la confesión de nuestra fe. (…) Vayamos confiadamente al trono de la gracia, a fin de obtener misericordia y alcanzar la gracia de un auxilio oportuno” (cf. Hb 4,14-16). Renovemos nuestra fe y esperanza en este tiempo de incertidumbre y de angustia causada por la pandemia global. Ante el crucifijo que tenemos en nuestro hogar digamos desde lo más profundo de nuestro corazón: “Creo Señor, pero aumenta mi fe”. O con la oración del papa Francisco digamos: “Señor, nos pides que no sintamos temor, pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Por eso, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta”. Pero al mismo tiempo, comprometamos todo nuestro esfuerzo en colaborar con las normas que nos dan los organismos oficiales para detener y superar este mal.

Pero nuestra colaboración no se reduce solo cumplir con las normas sanitarias que nos obligan en estas circunstancias, sino que tiene una motivación mucho más honda y permanente. Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo en su muerte y regenerados por su resurrección. La participación íntima en la vida del resucitado nos une inseparablemente también a su pasión, por la que nos alegramos y celebramos las señales de vida y esperanza que suceden en nosotros y en nuestro entorno, y también nos solidarizamos con los padecimientos de tantos hermanos y hermanas que muestran señales de la pasión de Jesús en sus cuerpos y en sus almas.

Jesús continúa muriendo en el que carece de lo esencial para vivir dignamente; en los que están detenidos y en los que delinquen; en los que no tienen techo ni familia; en los jóvenes sin horizontes y rendidos a las drogas. La pasión de Jesús continúa en las mujeres muchas veces obligadas a abortar y en los varones irresponsables; en las ideologías que confunden y matan vidas humanas antes de nacer; y en tantas otras situaciones de injusticia, de indiferencia, y de omisiones en hacer el bien que está a nuestro alcance. Estas y otras situaciones reclaman nuestra decisión de estar cerca, ser compasivos, y poner todo nuestro esfuerzo en convertir esas realidades de muerte en motivos de vida y esperanza, de alegría y de fiesta.

En unos instantes más, luego de la Oración Universal, vamos a adorar la Cruz. A ustedes que están en sus casas con sus familiares, y también a las personas que viven solas, los invito a tener a mano una cruz. Que el beso que depositaremos sobre el cuerpo de Jesús Crucificado sane nuestras heridas interiores, aquellas que ha provocado nuestro pecado; y nos comprometa a colaborar con él en curar las heridas de nuestros hermanos y hermanas, aquellas que tal vez hemos ocasionado nosotros mismos, y también aquellas otras que fueron causadas por el egoísmo de los demás. Que este acto de amor y piedad prepare nuestro corazón y el ambiente en nuestro hogar para celebrar con enorme gozo y esperanza la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos que es también nuestra victoria sobre todo lo que amenaza nuestra vida.

Nos ponemos al amparo de la Virgen Dolorosa y le pedimos que esté cerca y nos cuide a todos, especialmente a los que están más expuestos al contagio. No hay nada que temer, ella nos acompaña, como acompañó a su Hijo Jesús y se alegró con su resurrección.

†Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes