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MONSEÑOR STANOVNIK

Homilía pronunciada en la Misa en honor a Nuestra Señora de la Merced

Corrientes, 24 de septiembre de 2009

Excelentísimo Sr. Gobernador; Excelentísima Señora;
Sr. Intendente de la Ciudad, autoridades civiles, militares y fuerzas de seguridad;
Querido Fr. Pablo Ferreira, Párroco, y Hnos. Franciscanos;
Queridos sacerdotes, diáconos, personas consagradas y seminaristas;
Muy querido pueblo de esta Ciudad de Corrientes y sus contornos.

Celebramos hoy la fiesta en honor a Nuestra Señora de la Merced, tal como lo vienen realizando tantas generaciones de correntinos y correntinas, junto con sus autoridades, ininterrumpidamente desde 1660. En esa fecha, el Cabildo le hizo el primer juramento solemne y la nombró patrona de la ciudad y su contorno. Sabemos que esta elección y juramento se ha celebrado en varias oportunidades. Las recordamos, por el alto valor religioso y cultural que significan para nuestra identidad. En efecto, esa elección volvió a ratificarse por insistencia de la población –como se lee en las crónicas– en dos ocasiones más: en 1789 y en 1858. Pero hubo, además, otros dos juramentos en fechas relevantes: en el año 1813, a los pocos años del grito de la libertad para nuestra patria; y la otra en 1816, cuando se declaró la independencia nacional. Finalmente, en el año 1960, al cumplirse el tercer centenario del primer juramento, la Legislatura Provincial sancionó la Ley por la cual reconoce a Nuestra Señora de la Merced “Patrona de la ciudad y sus contornos, quedando la obligación de este gobierno –dice el texto– de celebrarla cada año solemnemente”, tal como lo estamos haciendo hoy nosotros, con profunda emoción y gratitud.
Los testimonios de fe y de devoción a la Virgen de nuestros mayores nos impulsan hoy a nosotros: pueblo y autoridades, a renovar nuestro compromiso cristiano y nuestras responsabilidades ciudadanas. Las actas del tiempo, en las que se registran las sucesivas elecciones de colocar esta ciudad bajo la protección de la Virgen, no descuidan un detalle importante: esa elección fue hecha por voluntad del pueblo y las autoridades civiles. Esta conjunción de voluntades revela un pueblo con vocación de libertad y con deseos de participar real y efectivamente en las cosas que atañen a todos. En esa articulación, la autoridad se afirma por la cercanía a su pueblo; se justifica por la capacidad y eficiencia en dar respuesta a las necesidades reales de la gente y lo hace junto con ellos; y se distingue por la escucha, el respeto y la transparencia de su gestión.
Nosotros estamos hoy ante esta sagrada imagen, pueblo y autoridades, para honrar a nuestra Patrona y prestarle juramento de fidelidad, como un deber de gratitud y responsabilidad.
Un deber de gratitud: donación de sí mismo
Rendirle honores a la Señora de la Merced, al punto de prestarle juramento, fue un acto trascendental, por el que nuestros padres y abuelos renovaban la fidelidad en el ejercicio de la función pública y en el cumplimiento de las obligaciones ciudadanas. Honrar es demostrar estima y respeto por la dignidad de una persona. “Usted nos honra su presencia”, solemos decir, y con ello reconocemos que esa presencia es un regalo, que merece nuestro aprecio y nuestra gratitud. Honrar a Nuestra Señora de la Merced es apreciarla debidamente y sentir un profundo agradecimiento por tenerla entre nosotros. Es como si dijéramos que Ella es, entre las criaturas humanas, la que más nos honra con su presencia. ¿Qué significa que Ella sea nuestra honra? ¿Qué mensaje tiene Ella para la vida de nuestras familias, la convivencia social y la gestión pública? El hecho de que nos honre tanto, ¿tendrá que ver algo con el desarrollo humano de nuestro pueblo, el mejoramiento de nuestra ciudad y su contorno, de la cual fue nombrada Patrona?
La clave par responder a esas preguntas hay que buscarla en la palabra “merced”. Es una palabra poco usada. Pero podemos reemplazarla por don, por regalo o por obsequio. En ese sentido, María es un don por partida doble: por lo que ella es y por lo que ella nos trae. Es la Llena de Gracia que nos trae a Jesús, Dios con nosotros. Ella, con su ejemplo de obediencia, disponibilidad y servicio, nos enseña cómo podemos encontrarnos con Jesús y qué hacer para vivir como amigos suyos. Por eso, Ella es al mismo tiempo Madre y Discípula. Madre, porque nos dio a Jesús; y Discípula, porque lo siguió hasta la cruz. No es posible imaginar obsequio más grande que este.
Cuando las generaciones que nos precedieron cayeron en la cuenta de lo que significaba la Madre de Dios para ellos, se sintieron espontáneamente impulsados a honrarla y prestarle juramento de fidelidad. Todo el obsequio que le profesaban les parecía poco ante la inmensidad del don que recibían a través de Ella. El don de Dios que Ella traía, modificaba profundamente las relaciones entre ellos. Tomaron conciencia de que las relaciones entre los seres humanos no podían reducirse a la lógica del “te doy, si me das”, o al mero cumplimiento de derechos y deberes. Eso no basta para hacer digna y plena la vida del hombre. Tenía que haber algo más. Algo que redimiera las relaciones humanas del mero intercambio de intereses. Y el que revoluciona radicalmente las relaciones humanas, liberándolas de todo egoísmo, es Jesucristo, el don de Dios, que nos trajo María. En Él descubrimos que la felicidad viene como consecuencia de una vida vivida como don total de sí mismo. El juramento y la consagración a María, entran de lleno en esa dinámica de respuesta total a Dios, quien totalmente se entregó por amor a nosotros. Y el mejor modo de honrarla como Patrona, es comprometer toda nuestra vida en ese acto de consagración.
En este contexto, quisiera mencionar el jubileo franciscano que acompaña nuestra fiesta: este año se cumplen 800 años de la aprobación oral de la Regla redactada por san Francisco de Asís, en el año 1209. Ocho siglos, en los que hombres y mujeres siguen descubriendo lo único que puede llenar de sentido y de felicidad sus vidas: Jesucristo, la Palabra hecha carne, que habitó entre nosotros; que la consagración total a Él, hace más humana y más digna nuestra vida; y que esa consagración, no sólo trae progreso espiritual, sino que ofrece bases sólidas para el progreso material de los pueblos. Que Nuestra Señora de la Merced proteja y bendiga a los franciscanos y franciscanas en nuestra Ciudad y sus contornos. Su presencia nos ayuda a ver un Dios cercano y a descubrir en Él que los otros son hermanos y hermanas.
Una gran responsabilidad: ser casa de todos
Para que la consagración sea verdadera y comprometa realmente el ejercicio de la función pública y el cumplimiento de las obligaciones ciudadanas, dejemos que la Palabra de Dios, que hoy proclamamos en el brevísimo texto del Evangelio de san Juan, nos dé luz. La escena que nos presenta el texto bíblico puede darnos la impresión de una desolación total: un crucificado en los últimos instantes de su agonía, acompañado de tres mujeres, entre ellas su madre y un hombre joven, llamado Juan. Si no hubiera sido por una palabra y un gesto, todo se habría perdido en el olvido. Sin embargo, el don de sí por amor hasta el final, crea relaciones nuevas entre las personas: “«Mujer, aquí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Aquí tienes a tu madre»”. En esas palabras de Jesús, el Hijo de Dios, dichas en el momento extremo de la entrega de su propia vida, vemos un gesto de suprema autoridad. La escena conmueve profundamente: es Dios quien entrega su vida hasta el final por amor a nosotros, para que nosotros tengamos vida y vida plena. A partir de esta acción, la verdadera autoridad se reconocerá allí donde hay sacrificio sincero por el bien del prójimo y por el bien común. El autoritarismo es precisamente lo contrario: sacrificar a los demás en función de intereses propios.
Volvamos a la escena del Evangelio y coloquémonos al lado de María. Con el discípulo Juan, escuchemos también nosotros a Jesús que nos dice: «Aquí tienes a tu madre». Y como Juan, también nosotros queremos recibirla en nuestra casa. La casa de Corrientes y sus contornos quiere ser la casa de María, donde pueblo y autoridades renovamos nuestro compromiso de hacerla casa, donde quepan y vivan dignamente todos sus hijos e hijas; una casa donde no haya un solo niño o niña desnutridos y ninguno en la calle, cuando debería estar en la escuela; donde los padres, tutores y maestros, que son sus autoridades respectivas e inmediatas, se distingan porque los aman hasta el sacrificio de sí mismos, y encuentran tiempo para estar con ellos; en esta casa, que está bajo la protección de María, y en la que autoridades y pueblo nos consagramos a ella, los adolescentes y los jóvenes necesitan ver conductas ejemplares y coherentes en los adultos, sentirlos cercanos, responsables en señalarles los límites y sabios para acompañarlos y orientar sus vidas. Queremos ser una casa donde la autoridad no se degrade en altercados inútiles, dé ejemplo de respeto mutuo y de laboriosidad; sea transparente y austera en su gestión pública y en su vida privada.
Vale la pena recordar las palabras de Tomas Merton, un monje francés de mediados del siglo pasado, de una gran actualidad y universalidad: “La mayor necesidad de nuestro tiempo consiste en limpiar la enorme masa de desechos mentales y emocionales que trastornan nuestros cerebros y hacen de toda la vida política y social una enfermedad masiva. Sin esta limpieza de la casa no podemos empezar a ver. Si no vemos no podemos pensar”. Esa falta de limpieza mental no nos deja ver los estragos que producen en nuestra gente la pobreza, la corrupción y la droga, con daños irreparables, no sólo en los adolescentes y jóvenes, sino también en los niños. Esto constituye una grave ofensa a Dios, porque desfigura su rostro en las criaturas que él ama. Nuestra responsabilidad no admite más dilación: autoridades y pueblo, en ese orden de correlación y responsabilidades, como sucede en cualquier familia que quiere progresar y vivir en paz, debe poner manos a la obra.
Con la ayuda de Dios y la merced de María
La tarea es de tal magnitud y riesgo que sólo es posible con la ayuda de Dios. Con María junto a la Cruz, ejemplo de fe y de constancia en la prueba, nos anima a consagrar nuestra vida a ella y pedirle que nos dé un gran amor a su divino Hijo Jesús. Aceptemos la invitación que nos hace Él desde la cruz: “Ahí tienes a tu Madre”, y acerquémonos a Ella con toda confianza. Esta gran Señora, portadora de la Merced de Dios, puede darnos a Dios, porque primero lo recibió ella. Porque se dejó “tener” por Él, se convirtió en su fiel portadora. Esta es la vocación de la Iglesia y de todo creyente: ser portador del don de Dios y vivir conforme a la dinámica de ese don. Sólo el don de sí mismo, liberado de todo egoísmo, puede dignificar las relaciones entre las personas. Esta lógica del don, comprensible sólo en la dinámica del amor, no aleja a la persona de las relaciones con los otros, ni de las obligaciones y derechos que tiene como ciudadano. Al contrario, le abre los ojos a la realidad, la libera de discusiones inútiles, la acerca al que tiene al lado, le da una nueva comprensión y sensibilidad para ver sus necesidades, y la compromete efectivamente en la construcción de una nueva humanidad.
La consagración a María nos pide hoy a todos, autoridades y pueblo, coherencia y ejemplaridad. La convivencia humana progresa espiritual y materialmente, si se promueven relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión, dijo hace poco el Santo Padre Benedicto XVI; esas relaciones son posibles sólo si las comprendemos en la lógica del don. La Señora de la Merced nos trae ese don absolutamente gratuito, sorprendente e inesperado, que es Jesucristo. Y nosotros, discípulos privilegiados que lo recibimos, dejémonos transformar por “la maravillosa dinámica de esa merced”. Que Ella nos lleve a todos, autoridades y pueblo, a ser misioneros audaces de ese don, a tratarnos con respeto, a escucharnos más, y a ser más responsables en la función pública y en el cumplimiento de nuestras obligaciones ciudadanas. Así sea.
Mons. Andrés Stanovnik
Arzobispo de Corrientes

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