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Homilía para la Misa en la fiesta de Nuestra Señora de Pompeya

Corrientes, 8 de mayo de 2021

Entre las imágenes más bellas y maternales de la Virgen María podemos contar con la imagen de Nuestra Señora de Pompeya. Al contemplarla, nos transmite mucha ternura, nos mueve interiormente a la devoción y al encuentro. Nos invita a permanecer en el amor, como lo acabamos de escuchar en el Evangelio (cf. Jn 15,9-17). Y, al mismo tiempo, nos invita la misión: “Lo que Yo les mando es que se amen los unos a los otros”, parece decirnos Jesús sentado en el regazo maternal de su madre y vuelto hacia nosotros, como lo está también ella. Y, aunque no está físicamente presente en la imagen, podemos imaginar a San José, el padre amado, detrás de ellos abrazándolos a los tres, y nosotros recordar el camino que hicimos durante la novena con el lema: “José y María, custodien nuestra fe y a nuestras familias”.

Continuemos con nuestra mirada sobre la imagen, y descubrimos que no hay nada en ella que insinúe cerrarse sobre sí misma: todo es dinamismo de comunión y misión. Los santos que la acompañan están devotamente concentrados en los misterios del rosario, que les extiende Jesús y su Madre respectivamente. Son dos grandes santos misioneros: él, santo Domingo de Guzmán y ella santa Rosa de Lima, que toman en sus manos las cuentas del rosario a través de las cuales meditan el mensaje salvador de Jesús y lo difunden, sobre todo con el testimonio de su vida. En esos dos santos estamos representados nosotros que, también como ellos, necesitamos levantar nuestros brazos para recibir el mensaje de vida y de felicidad que Jesús y su Madre desean entregarnos.

La fiesta patronal es una ocasión providencial para renovar nuestra fe, esperanza y caridad, y así, poder transitar sin miedo este tiempo que se nos presenta tan adverso. Sabemos que son muchos los que viven llenos de temor y preocupación por lo que sucede y por los días venideros; pero, lamentablemente, están también aquellos a los que poco les importa cuidarse a sí mismos y menos aún cuidar a los demás; mientras tantos otros lloran de tristeza por sus familiares y amigos fallecidos a causa de la pandemia. Nosotros, que tenemos la dicha de recibir palabras llenas de amor, como estas que oímos del Apóstol san Juan: “Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1Jn 4,7), al escucharlas de nuevo, renovamos con alegría nuestra fe en la Palabra de Dios.

Sin embargo, en este ambiente de nerviosismo y desasosiego, no es extraño que surjan dudas sobre la fe, se debilite la esperanza y nos encerremos en nosotros mismos. Nos asalta la pregunta sobre la utilidad de la fe. La fe en un Dios que salva ¿nos sirve o no nos sirve para afrontar la crisis? Y si nos sirve, ¿en qué y cómo nos ayuda? ¿No será suficiente con que nos lleguen las vacunas y así resolver este problema? ¿No estaremos aquí como en una especie de burbuja artificial y anestesiados por un rato, y que luego cuando salimos nos encontramos con la dura realidad, para la que poco o nada le sirvió el momento pasado en la burbuja? En realidad, si estamos aquí solo para olvidarnos un poco de lo difícil que es la vida real, hacemos como el chico que se droga para evadirse de sus padecimientos interiores, aunque sea por unas horas. Sin embargo y por otra parte, estamos atravesando un momento muy favorable para fortalecernos en la fe y volver a descubrirla como un don insustituible para afrontar la vida de todos los días con sus alegrías, preocupaciones y sufrimientos, encontrarle su verdadero sentido y poder transformar todo en una nueva oportunidad para vivir mejor y más plenamente.

El secreto para vivir mejor está en los brazos de la Virgen Madre. Contemplemos nuevamente la hermosa y significativa imagen de la Virgen de Pompeya. Ahí está la Madre que nos muestra a su Hijo Jesús. Ella nos enseña cómo encontrarnos con su Hijo. Ella, además de madre, fue una perfecta discípula de su Hijo, y el Hijo, un perfecto maestro y discípulo de su madre. La nota que distingue al discípulo es confiar en su maestro y seguir sus pasos. A su vez, la nota que caracteriza al maestro, es entregar vida al discípulo. La estrecha amistad los capacita a ambos para afrontar las dificultades del camino. Recordemos ahora la palabra del Evangelio en la que Jesús, de parte de Dios, nos dice que “no hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo Yo les mando”. Es Dios mismo que nos llama amigos y, además, nos revela que no fuimos nosotros quienes lo elegimos a Él, sino que fue Él quien nos eligió a nosotros para que hagamos crecer esa amistad y la comuniquemos a otros.

No hay ningún obstáculo que no pueda ser removido para aquellos que confían y se aman. En cambio, donde no hay unión, donde no se busca la amistad y no se está dispuesto al diálogo, reina el miedo, la agresión y la división. Es hermoso y llena el corazón de esperanza quedarse en silencio frente a la hermosa imagen de nuestra patrona; la mirada serena que se posa en su Hijo Jesús y fortalece nuestro espíritu, ante todo, para que nuestra fe no desfallezca en medio de las duras pruebas que debemos afrontar todos los días, nos sostenga en la esperanza de que, a pesar de los días difíciles, sigue siendo cierta la promesa de Jesús cuando nos asegura diciendo: “Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes y ese gozo sea perfecto”. Abramos nuestro corazón y recibamos a ese Jesús que nos está ofreciendo la Virgen Madre, porque en el encuentro con Él no hay nada que nos impida ser felices y, al mismo tiempo, comprometer todo nuestro esfuerzo en hacer que la vida sea más llevadera, empezando por aquellos con quienes convivimos diariamente.

Concluimos con una última mirada a la imagen. Observamos el conjunto de las figuras que la componen y descubrimos que todo nos habla del camino que hizo Jesús para mostrarnos cuál es el que debemos tomar nosotros para vivir mejor, y llegar a la plenitud del amor y de la felicidad que Él nos promete. Arrodillémonos también nosotros, como Santo Domino y Santa Rosa, y pongamos en las manos de Jesús y de María nuestra vida y la de nuestros familiares y amigos; la de aquellos que padecen las consecuencias de la pandemia y a los que arriesgan diariamente su vida para acompañar y curar a los enfermos; le confiamos a ella a los fallecidos y le pedimos el consuelo y la esperanza para sus familiares.

Y, por último, nos dirigimos confiadamente a Ella para que, junto con San José, intercedan ante su Hijo Jesús por la pronta superación de esta pandemia y, sobre todo para que una vez liberados de este mal, nos amemos más; seamos más fraternos, estemos dispuestos siempre al diálogo, y cuidemos mejor a los más pobres y abandonados. Nuestra Señora del Rosario de Nueva Pompeya, ruega por nosotros. Amén.

 

Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes

 

 

NOTA: a la derecha de la página, en Archivos, el texto como 21-05-08 Homilía Ntra. Sra. de Pompeya, en formato de word.

 

 


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