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SALADAS, 28 DE NOVIEMBRE DE 2020

Homilía en la Misa del I Domingo de Adviento

Y con ocasión de la consagración de Griselda I. González en el Orden de las Vírgenes

Hoy finaliza el año litúrgico y comienza el nuevo año con el tiempo de Adviento. El Adviento es un tiempo de conversión y preparación a la Navidad, por consiguiente, es también una providencial ocasión para renovar la esperanza cristiana. Podemos imaginar a la Virgen embarazada esperando el momento del alumbramiento, en fiel compañía de José, su casto esposo; pero pensemos también en la Iglesia, esposa de Cristo, en el camino de darlo a luz a todo aquel o aquella que se deja iluminar por Él. Pero cabe también mirarnos a nosotros mismos como portadores de Cristo, discípulos misioneros suyos, con el afán de darlo a conocer a otros, sobre todo mediante el testimonio de nuestra propia vida.

En este significativo contexto litúrgico y eclesial, una hermana nuestra, hija de este pueblo, va a realizar su consagración perpetua en el Orden de las Vírgenes. La Iglesia desborda de alegría por esta opción que realiza Griselda, porque también en ella se realiza de un modo misterioso, pero real y verdadero, la alianza nupcial con Cristo esposo, a fin de que, tomando posesión de toda su persona, ella sea un reflejo fiel de su entrega misionera a los demás. El amor de Dios crea lazos más fuertes que cualquier otro vínculo humano y es aún más potente que la muerte. Pero ¿qué es el Orden de las Vírgenes?

Esta manera de vivir el evangelio que adoptan algunas mujeres es la forma más antigua de consagración femenina en la Iglesia. El Orden de las Vírgenes no es una congregación religiosa, sino una categoría específica dentro de la Iglesia que está integrado solamente por mujeres consagradas, que siguen viviendo en las realidades normales del mundo, con su trabajo como medio de subsistencia y sus compromisos apostólicos en la comunidad cristiana a la que pertenecen.

Recordemos que por el bautismo todos somos consagrados. Consagrados quiere decir que no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a Aquel a quien nos consagramos. A todos los cristianos, por el bautismo, nos consagran a Dios en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El matrimonio cristiano es una expresión de esa consagración; la vida religiosa es otro modo de vivir la consagración bautismal. En todo aquel que es bautizado se derrama el amor de Dios en forma total y completa. Dios nos creó por amor y para amar, no hay nada más sublime para el ser humano que experimentarse amado por Dios y responder a ese amor, en la vocación específica a la que es llamado.

En nuestro caso, el Orden de las Vírgenes congrega a mujeres que descubren toda la fuerza que tiene la vida bautismal, se sienten irresistiblemente atraídas por el amor de Dios de tal manera que las abarca por completo. Y se arriesgan a responderle aun sabiendo que son frágiles, pero depositan toda su confianza en el Esposo que las eligió, y están seguras que eligieron la mejor parte, que no les será quitada (cf. Lc 10,42).

La virginidad por el Reino de los Cielos, libremente elegida por la que es llamada, es un don que Dios concede a algunas mujeres, capacitándoles para el desprendimiento y rupturas más radicales, para adherirse totalmente al Señor mediante una absoluta pertenencia a Él. Pero, como todo amor más intenso y total, también éste se expresa en el servicio al prójimo. La mujer que se consagra con un corazón indiviso a una unión esponsal perpetua con Cristo, se prepara para darse a los demás también con la misma intensidad con la que se une a Cristo Esposo, y lo hace patente en el servicio misionero, sobre todo en el cuidado de los más pobres y abandonados, para quienes se convierte en presencia cercana del amor de Dios, que jamás abandona a sus hijos más débiles y desamparados.

¡Qué consoladoras son las palabras que escuchamos en la lectura del profeta Isaías! El pueblo de Dios, arrepentido por haberse alejado de Él, vuelve y reconoce su amor de padre: “Tú, Señor, eres nuestro padre; nosotros somos la arcilla, y Tú, nuestro alfarero: ¡todos somos la obra de tus manos!” (64,7). San Pablo nos dirá luego en la Primera Carta a los Corintios que el Dios que nos llamó es un Dios fiel, y que nuestra vocación consiste en vivir en la comunión con su Hijo Jesucristo, nuestro Señor (cf. 1Cor 1,3-9). Y el Evangelio, con un texto breve, nos advierte: tengan cuidado; y a continuación repite tres veces: estén prevenidos. Parece una advertencia en tiempos de COVID-19 para evitar ser contagiados. Pero es una advertencia aún más seria que contagiarse una enfermedad.

El virus más letal y dañino es el pecado que nos aleja de Dios y de los demás, hasta hundirnos en la soledad de la muerte. Los primeros síntomas del pecado son placenteros y prometen aún más, provocan una agradable embriaguez y amontonan cómplices, que jamás se encuentran entre ellos, porque cada uno está fascinado consigo mismo. Esta trágica condición humana tiene nombres: individualismo, indiferencia, autosuficiencia, soberbia. Las consecuencias son devastadoras: divisiones y enfrentamientos; odios y muerte. Dios nos libró de esa peste, mostrándonos en su Hijo Jesús, el camino del amor y de la fraternidad, sin sectarismos ni exclusiones. El precio para acceder a ese camino es aceptar a Jesús. Con Él experimentamos que Dios nos quiere, de tal modo que, amados por Él, podamos establecer vínculos de fraternidad y de amistad con nuestros semejantes.

Griselda, con su gesto de consagración, nos está diciendo que el amor de Jesús es tan fuerte que colma los anhelos más nobles y profundos que Él mismo siembra en su corazón humano. A ella le deseamos que sea una mujer fecunda en obras de amor al prójimo y, al mismo tiempo, nos comprometemos a orar por ella y por otras, a quienes el amor esponsal de Jesús las llame a una intimidad exclusiva y total con Él. Es providencial que esta consagración coincida con la preparación a la Navidad y, más inmediatamente, con la culminación del Año Mariano Nacional, y también con nuestro Encuentro del Pueblo de Dios. Qué hermoso es escuchar, en la consagración de Griselda, el lema que nos acompaña hacia ese Encuentro: “María, Pura y Limpia, ilumina nuestra esperanza”.

Colocamos en las manos tiernas de María de Itatí la consagración de nuestra hermana; le suplicamos que cuide la vida de ella, la vida de nuestro pueblo argentino que hoy se pronuncia una vez más a favor de las Dos Vidas y de toda vida; que proteja a todos los que trabajan generosamente para socorrer y curar a los enfermos de COVID-19, están cerca de sus familiares y acompañan el dolor de sus seres queridos que han fallecido a causa de este mal; y a todo nuestro pueblo argentino, para que encontremos caminos que nos lleven a querernos más y a preocuparnos juntos de los que más sufren las consecuencias de nuestros desencuentros. ¡Tierna Madre de Itatí, ruega por nosotros! ¡San José, patrono de esta comunidad de Saladas, ruega por nosotros!

Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes

 

 

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