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IGLESIA CATEDRAL, 1 DE NOVIEMBRE DE 2020

Homilía en la solemnidad de Todos los Santos

Jornada de oración por la santificación del pueblo argentino y la glorificación de sus siervos de Dios

La solemnidad de Todos los Santos coincide hoy con el domingo, día en que los cristianos nos reunimos para celebrar la Eucaristía. Sin el domingo no podemos vivir, decían los primeros cristianos, lo que equivale a decir que la fuente de nuestra verdadera vida es el triunfo pascual de Cristo sobre la muerte, triunfo que celebramos el domingo y al cual estamos estrechamente unidos por la gracia del bautismo. Con Jesús morimos y resucitamos a la vida nueva que es más fuerte que la muerte, el pecado y el mal. Ella nos fortalece para poder enfrentar todas las crisis y convertirlas en fuente de vida. La íntima comunión de vida con todos los santos es aquella que profesamos en el Credo: creo en la comunión de los santos.

Esa comunión abarca a todos los fieles que ya están en el cielo, a algunos de ellos la Iglesia los propone como intercesores y como ejemplos de santidad; abarca también a los difuntos que aún están en camino de purificación; y a nosotros que estamos peregrinando como Pueblo de Dios, Iglesia santa, hacia el encuentro definitivo con Cristo, en la plenitud del amor del Padre y del Espíritu Santo. Y mañana, en cierto modo muy unida a la fiesta de hoy, haremos piadosa memoria de todos los fieles difuntos, para quienes el mejor obsequio que podemos brindarles es la oración. Y así, aunque por las restricciones de la pandemia no podamos llevar una flor para adornar el lugar donde responsan los restos de un ser querido, encenderemos una vela en el altar familiar y allí, con el corazón humilde y purificado por la gracia de Dios, haremos una oración por ellos, prometiendo amar más al prójimo.

La primera lectura que hemos escuchado es del Apocalipsis, el libro de la gran esperanza para todos los creyentes y de honda consolación en medio de las tribulaciones que nos toca vivir. Allí se nos habla de una visión: "una enorme muchedumbre, imposible de contar, formada por gente de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas. Estaban de pie ante el trono y delante del Cordero, vestidos con túnicas blancas; llevaban palmas en la mano y exclamaban con voz potente: ¡La salvación viene de nuestro Dios que está sentado en el trono, y del Cordero!" (Ap 7,9-10). Esa es la meta de nuestra peregrinación, allí se colmarán todos los anhelos de vida y de felicidad, porque entonces Dios enjugará toda lágrima de nuestros ojos (cf. Ap 21,4).

En ese texto se muestra la universalidad de la Iglesia representada en esa enorme muchedumbre proveniente de los orígenes más diversos. Ellos están en la presencia de Dios, con palmas en las manos porque han amado a Dios y vivido entregados en el servicio a los otros. Por eso, transformados por la fuerza del misterio pascual de Jesucristo, se encuentran espléndidos y exclamando con voz potente la verdad más impresionante de la historia: ¡La salvación viene de nuestro Dios que está sentado en el trono, y del Cordero!, es decir, de Jesucristo, vida y esperanza nuestra. Es mentira que el hombre pueda darse la vida a sí mismo y, menos aún, prolongársela hasta el infinito. Dios nos creó por amor y también por amor Él nos salva de perecer para siempre. Esa es la felicidad que la Iglesia celebra en la fiesta de Todos los Santos.

La lectura de la Carta del Apóstol San Juan nos recuerda que la fuente de la santidad está en el vínculo que Dios establece con el hombre: “¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente” (1Jn 3,1). El mundo, es decir, los que se cierran a Dios, no pueden ver esa filiación. Se trata de una realidad patente a los ojos de la fe y para el corazón que ama a Dios y se siente amado por Él. La santidad no es otra cosa que ir purificando esa mirada para que toda nuestra vida sea cada vez más imagen y semejanza de Dios, en el seguimiento de su Hijo Jesús, Camino, Verdad y Vida.

El Evangelio nos presenta las bienaventuranzas de Jesús. Alguien dijo acertadamente que las bienaventuranzas son la “ciencia de la felicidad”, la sabiduría para ser feliz. Es el código que Dios ofrece para el que busca la felicidad en esta vida y la espera plena en la vida eterna. Es un programa de Dios y no una propuesta de los hombres. Este es el camino que eligieron y vivieron de un modo ejemplar los reconocidos Siervos de Dios, por los cuales hoy rezamos para que sean proclamados santos, es decir, por su glorificación; sean nuestros intercesores y nos entusiasmen en nuestra común vocación a ser santos.  

Recordemos que los argentinos tenemos 3 santos, 13 beatos y 47 candidatos y candidatas camino a los altares. El próximo a ser beatificado el 13 de marzo del año que viene será Fray Mamerto Esquiú, ceremonia que tendrá lugar en Piedra Blanca, Catamarca, su tierra natal. A él le debemos la pacificación de un país que se desangraba en interminables guerras internas, con el famoso Sermón de la Constitución, con el que logró la unificación de las fracciones en pugna, y quedó inmortalizado en esta famosa y sabia locución: «Obedezcan, señores, sin sumisión no hay ley; sin ley no hay patria, no hay verdadera libertad, existen sólo pasiones, desorden, anarquía, disolución, guerra…». Las crónicas de la época dicen que no pudo terminar la frase, porque el auditorio apabulló con un cerrado aplauso a este fraile franciscano, argentino y luego obispo de Córdoba.

 Un santo o una santa siempre contribuye a mejorar la convivencia social y a mostrar con su vida cuáles son las bases sólidas para una verdadera amistad social y política. El papa Francisco, en su última encíclica dice: “Es caridad acompañar a una persona que sufre, y también es caridad todo lo que se realiza, aun sin tener contacto directo con esa persona, para modificar las condiciones sociales que provocan su sufrimiento. Si alguien ayuda a un anciano a cruzar un río, y eso es exquisita caridad, el político le construye un puente, y eso también es caridad. Si alguien ayuda a otro con comida, el político le crea una fuente de trabajo, y ejercita un modo altísimo de la caridad que ennoblece su acción política” (186).

Por eso, también hoy, además de conmemorar a Todos los Santos, la Iglesia nos pide que recemos por la santificación del pueblo argentino. Un pueblo santo es aquel cuyos gobernados y gobernantes cultivan la amistad social y el diálogo, porque el que dialoga es amable, reconoce y respeta al otro; la búsqueda del encuentro, la inclusión de todos especialmente de los más postergados es su vida, pasión y deseo (cf. Fratelli tutti cap. 6 y 7). Con nuestra oración por la santidad de nuestro pueblo, recordamos que, sin la apertura a Dios, el Padre de todos, no habrá razones sólidas y estables para el llamado a la fraternidad. Estamos convencidos de que solo con esta conciencia de hijos que no son huérfanos, porque reconocen y se alegran de tener un Padre común, podemos vivir en paz entre nosotros (cf. Ft, 272).

En seguida vamos a proclamar juntos “creo en la comunión de los santos”. Que esta proclamación aumente en nosotros el deseo de ser santos y el compromiso de traducir a nuestra vida cotidiana la sabiduría de las bienaventuranzas, al amparo de la bienaventurada Virgen María y con la ayuda de todos los santos.

 

†Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes

 

 

NOTA: A la derecha d ela página, en ARCHIVOS, el texto como "20-11-01 Homilía Todos los Santos", en formato de word.


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