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MONS. ANDRES STANOVNIK

Homilía en la fiesta de María Reina

Corrientes, 22 de agosto de 2020

Hoy toda la Iglesia se alegra por la fiesta de María Reina y también nosotros, en particular, porque esta querida comunidad fue puesta bajo su protección. Si bien hacía mucho tiempo que a la Madre de Jesús se la veneraba como reina, fue recién en 1955 cuando el papa Pío XII instituyó esta fiesta. También para mí es un día especial porque mi parroquia de origen se llama María Reina, allí fui monaguillo, y allí me preparé para la primera comunión y la confirmación. Pero ni ustedes ni yo nos hubiéramos imaginado jamás que alguna vez nos encontraríamos encerrados en nuestras casas sin poder participar de la novena, procesión, misa y fiesta patronal. Sin embargo, y no sin dolor y perplejos, estamos unidos entre nosotros a través de las redes sociales, que son un instrumento providencial para no estar totalmente aislados e incomunicados.

Veamos porqué le corresponde a María el título de reina. El papa Pío XII en la carta que la proclama solemnemente, dice que el argumento principal en que se funda la dignidad real de María es indudablemente por ser madre de Dios. Así lo escuchamos en el Evangelio de hoy cuando el Ángel Gabriel califica la dignidad regia de María como la llena de gracia y le asegura que el Señor está con ella. Y enseguida añade que concebirá un Hijo, que ese Hijo reinará para siempre y su reino no tendrá fin (cf. Lc 1,26-38). Y el reino de Jesús es un reino de gracia y misericordia, tal como lo expresó el papa Francisco al concluir el Año de la Misericordia, dirigiéndose a María, Madre de la Misericordia: “Confiemos en su ayuda materna y sigamos su constante indicación de volver los ojos a Jesús, rostro radiante de la misericordia de Dios”.

Y para concluir esta parte, nos vienen muy bien para la prolongada crisis de pandemia que nos toca vivir, las palabras de exhortación que leemos en la carta que proclama a María como Reina: “Procuren, pues, todos acercarse ahora con mayor confianza que antes, todos cuantos recurren al trono de la gracia y de la misericordia de nuestra Reina y Madre, para pedir socorro en la adversidad, luz en las tinieblas, consuelo en el dolor y en el llanto, y, lo que más interesa, procuren liberarse de la esclavitud del pecado, a fin de poder presentar un homenaje insustituible, saturado de encendida devoción filial, al cetro real de tan grande Madre”.

A la luz de esta extraordinaria Reina y Madre, les propongo ahora pensar en tres actitudes de Ella que pueden ayudarnos a vivir mejor nuestra vida. María es reina porque supo escuchar, orar y ofrecer. El que sabe escuchar, también aprende a orar y a ofrecer. Y estas tres actitudes son indispensables para vivir bien y de acuerdo con lo que Dios quiere. La persona que no sabe escuchar tampoco sirve para convivir con los demás, porque permanentemente reclama la atención sobre sí misma; una persona así, si ora, no tiene espacio en su corazón para rezar por los demás; y esa persona tampoco tiene algo para ofrecer porque cree que todo le pertenece solo a ella. Esa persona es esclava de sí misma. En cambio, María es reina porque encontró el camino de la verdadera libertad, que se consigue escuchando, se afianza orando y culmina en la ofrenda.

Veamos cómo hizo la Virgen para llegar a ser libre y reina, es decir, para no estar apegada a nada y, a la vez, tenerlo todo. De ella nos habla la Palabra de Dios que proclamamos hace un momento. Allí la vemos una mujer atenta a la visita y bien dispuesta a recibirla y a escucharla. Si bien la visita del Ángel Gabriel la desconcertó con su saludo tanto que ella no podía explicarse qué significaba, no obstante, permaneció atenta y a la escucha. La propuesta que le hizo el Mensajero de parte de Dios la dejó aún más desorientada, pero ella continuó abierta y escuchando. Luego de preguntar cómo podría ser madre de Dios, si no tenía relación con ningún hombre, recibió una explicación que la habrá dejado aún más perpleja. Y, con todo, ella confía y responde con una frase propia de una persona que estaba habituada a orar: “Yo soy la servidora del Señor, que se haga en mí según tu Palabra”. Aquí se abre para María el camino ancho de la libertad, que se puede ver en aquellos que son capaces de entregar su vida a los demás, porque la descubren como don y no como una oportunidad para aprovecharse de personas y de cosas para sí mismos.

Entonces, reina verdaderamente aquel que no posee nada, pero a la vez, tiene todo porque comparte, está atento a los otros, con gusto se pone a servir donde ve la necesidad o donde lo llaman, y no donde él cree que le corresponde estar. María no es reina de una farándula, buscando llamar la atención hacia ella misma, descalificando a sus competidores o competidoras y disputándose un imperio artificial e ilusorio. María es reina más bien como aquella madre que se juega por la vida, la atiende con amor y con paciencia, le entrega lo mejor de sus años, no se desanima ni se vuelve rencorosa si no recibe la gratitud de sus hijos o de su esposo, sino que persevera con la fuerza de los que aman verdaderamente y se sienten libres para darse aun si recibir nada a cambio. Así es Dios con nosotros, así lo experimentó la Virgen María, sobre todo desde la Anunciación y luego a lo largo de toda su vida. Esa respuesta que dio al inicio de su extraordinario camino de fidelidad, la mantuvo al pie de la cruz de su Hijo, continuó luego perseverante con los Apóstoles y la Iglesia naciente, y continúa hoy siendo la primera que nos acompaña e intercede ante Dios por nosotros.

El Año Mariano Nacional nos brinda una hermosa y profunda reflexión sobre María, Madre del Pueblo, esperanza nuestra. Ella es Madre y es esperanza porque conoce en profundidad nuestros dolores, las tristezas sin palabras, las penas sin consuelos. Ella es también la que sabe las súplicas más sentidas de nuestra alma, esas que a nadie contamos, pues manifiestan nuestras debilidades más hondas, pero expresan también nuestra fe y nuestro intenso amor hacia Ella. Y Ella, como buena madre no nos retiene para sí, sino que nos conduce al encuentro de su Hijo Jesús, para que lo escuchemos, como lo hizo ella, y oremos para hacer de nuestra vida una ofrenda amorosa para Dios y para los demás. Así la vida se tiñe de esperanza y no desaparece ni la paz ni la alegría en medio de las dificultades.

Es verdad que María es reina y señora de todo lo creado, por su estrechísima unión con la misión redentora de su Hijo Jesús. Pero a nosotros nos vienen muy bien contemplarla como reina y madre de nuestras familias, de nuestro barrio, de nuestra comunidad parroquial, de nuestro pueblo. Ella nos enseña a escuchar a Dios y a escucharnos entre nosotros; de ella aprendemos a estar atentos a las necesidades de los otros, especialmente de los más débiles y de aquellos que nadie quiere; con ella oramos pidiendo que se haga la voluntad de Dios y que nosotros la aceptemos con alegría, como lo expresamos en el Padrenuestro: que se haga Tu voluntad en la tierra como en el cielo; a Ella le ofrecemos toda nuestra vida y le encomendamos a nuestras familias.

A Ella recurrimos confiadamente, porque no es una reina de esas a las que nadie puede acercarse, Ella crea cercanía, familia, y un pueblo de hijos y de hermanos. En su corazón de madre depositamos los miedos y preocupaciones que nos provoca el COVID-19, y le pedimos que cuide a nuestros ancianos y enfermos; que proteja con su manto a todas las servidoras y servidores públicos que exponen sus vidas para protegernos. A María la invocamos con el dulce nombre de Madre y el luminoso nombre de Reina, para que también nos enseñe a cuidar el lugar que habitamos y dejarlo a las generaciones que nos suceden mejor de cómo lo encontramos nosotros. Y, finalmente, a Ella, que es reina de la vida y no de la muerte, le confiamos la vida de los no nacidos y a sus madres, y le pedimos que nos ayude a preservar la vida frágil, venga como venga y de donde venga.

María Reina y Madre de misericordia, recibe el amor de tus hijos que nos confiamos totalmente en tus brazos, escucha nuestras súplicas, y protégenos de todos los peligros en esta vida, y después de este destierro, muéstranos a Jesús que será para siempre nuestra paz y nuestra alegría, ¡oh Virgen gloriosa y bendita! Amén.

 

Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes


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