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Homilía en la Misa por el Aniversario de la Coronación Pontificia de la Virgen de Itatí

Itatí, 16 de julio de 2020

Aquí estamos de nuevo, queridísima Madre de Itatí, tus hijos, hermanos de tu Hijo Jesús, pueblo peregrino, afligidos por no poder estar cerca tuyo y contemplar tu rostro maternal. Tu mirada de amor nos llenaba de consuelo, de paz y de fortaleza, que tanto necesitamos para ser buenos cristianos y ayudarnos unos a otros en estos momentos de crisis. Nos duele aún más no estar junto a vos, porque este año se cumplen 120 años de la coronación pontificia de tu imagen.

Sabemos que vos, más que nadie, comprende los grandes problemas que nos agobian por las consecuencias de la pandemia del COVID-19. Pero aún más allá de las dolorosas secuelas a las que nos somete esta crisis, los heroicos gestos de solidaridad que vemos en tus hijos y tus hijas nos llenan de esperanza. Sin embargo y, por otra parte, nos preocupa mucho que seamos cada vez menos tolerantes con el que piensa diversamente, con poca disposición para el diálogo y para promover una convivencia fraterna y plural, como el mejor correctivo para los individualismos que no se orientan a la búsqueda común de soluciones que alivien a todos, especialmente a los que más padecen esta crisis.

Por ello, nos dirigimos a vos, Madre querida, agradecidos por una parte y angustiados e implorantes por otra, para que nos socorras con la gracia de la unidad, del diálogo abierto, y del cuidado por todos. Esa gracia que transforma el corazón, lo hace agradecido y lo dispone para buscar el encuentro con todos los medios que tiene a su alcance; y, a la vez, siente repugnancia a todo lo que es búsqueda ansiosa por el interés individual, particular o sectorial, que siempre se alimenta de la división y sobrevive fomentando el caos. Te contemplamos al pie de la cruz de tu Hijo, ahogada por el dolor, y, sin embargo, entera y con una increíble resistencia interior para mantenerte amando, esperando y confiando en Dios. Necesitamos la gracia de esa resistencia para soportar y permanecer en el esfuerzo por construir encuentro, fraternidad y solidaridad.

Una vez más hemos escuchado la Palabra de Dios del primer libro de la Biblia, donde se nos recuerda que apartarse de Dios lleva a un grave deterioro de los vínculos con él y con nuestros semejantes y, finalmente, conduce a la ruina de la condición humana. El texto bíblico nos advierte que el hombre, creado por Dios para crecer en una alianza de amor con él y colaborar en embellecer y cuidar la creación, decide hacer las cosas por su cuenta. Así, engañado, piensa que le irá mejor y se sentirá feliz sin necesidad de esperar procesos, someterse a diálogos y elaborar fatigosos consensos. Se deslumbra embobado con la posibilidad que se le presenta de estirar la mano y arrebatar la felicidad de un solo golpe: “comieron del árbol que Dios les había prohibido” (Gen 3,9). Al instante se sintieron decepcionados con la conquista, porque el placer de tener todo en sus propias manos se desvaneció de repente y les dejó el gusto ácido de empezar a acusarse recíprocamente de la desgracia. Alejarse de Dios siempre trae la desventura; en cambio, crecer en amistad con él es dicha y plenitud tanto para el ser humano como para la creación.

Por eso, en la segunda lectura del San Pablo a los cristianos de Roma, el Apóstol comparte una profunda convicción que proviene de la fe: “Sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman, de aquellos que Él llamó según sus designios” (Rm 8,28). ¿Cuáles eran sus designios, qué era aquello que movía su voluntad y su deseo amoroso hacia nosotros? Lo afirma San Pablo a continuación: reproducir la imagen de su Hijo Primogénito, su “Divino Hijo Jesús”, como rezamos en la oración Tiernísima Madre: “y, sobre todo, Madre mía, concédenos un gran amor a tu Divino Hijo Jesús”. De este modo, nuestra petición coincide con el designio Dios, con su deseo de disponer todas las cosas para el bien de los que lo aman.

La voluntad de Dios, esa que en el Padrenuestro pedimos que se haga en el cielo y en la tierra, es decir, en todas partes, y cuya señal más clara se manifiesta en el amor que perdona las ofensas. Por eso, cuando le pedimos a la Virgen que nos conceda la gracia de amar a su Hijo por sobre todas las cosas, enseguida ampliamos nuestra petición y añadimos: “un corazón puro, humilde y prudente, paciencia en la vida, fortaleza en las tentaciones y consuelo en la muerte”. Este es el avío espiritual, los dones que necesitamos para perseverar en la fe, hacer el bien y resistir al mal. Para ese combate, nos recuerda el papa Francisco, “tenemos las armas poderosas que el Señor nos da: la fe que se expresa en la oración, la meditación de la Palabra de Dios, la celebración de la Misa, la adoración eucarística, la reconciliación sacramental, las obras de caridad, la vida comunitaria, el empeño misionero” (GE, 162).

Esto nos lleva ahora al pie de la cruz y recordar el breve, pero impactante texto del Evangelio que hemos proclamado. Jesús, colgado en la cruz y al lado suyo está su madre, acompañada de dos mujeres más y de su discípulo Juan. Impresiona la serenidad, la fortaleza, la resistencia y el amor hasta el extremo que transmite esa tremenda escena. Jesús y junto a Él su madre, soportan amando hasta el final, resisten a la desesperanza y confían en Dios, que jamás abandona a sus hijos. Ante este cuadro de infinito dolor y, a la vez, de un amor sin límites, repetimos piadosos nuestra humilde súplica a la Virgen: “y, sobre todo, concédenos un gran amor a tu Divino Hijo Jesús”. Danos, Madre querida, experimentar profundamente la misericordia de Dios en nuestra vida, la gracia del perdón de nuestros pecados, y el amor de Dios para permanecer siempre en el bien y nunca caer en la tentación de hacer el mal.

En el Año Mariano que estamos transitando, nos inspira el lema: “Con María, servidores de la esperanza”. En los tiempos que nos toca vivir, necesitamos renovar la esperanza todos los días y cuidarnos de que no nos gane la desilusión y la amargura. Detengámonos con frecuencia ante el altar familiar, o una imagen de la Virgen, o del crucifijo, y supliquemos para nosotros, para nuestra patria y para el mundo entero, el don de la esperanza. La esperanza se alimenta de la memoria, y ésta se activa contemplando a Dios, como lo hizo la Virgen María. Con ella, abrimos nuestro corazón a su Divino Hijo Jesús, Él es vida y esperanza nuestra; perdonados y amados por Él, nada malo nos puede pasar. Estemos atentos y vigilantes, porque en tiempos de crisis se desatan los demonios de la discordia, de la intriga, de la ambición desmedida. Servidores de la esperanza, estemos más bien en alerta y dispuestos a ayudar a los que más padecen las consecuencias del aislamiento obligatorio.

Con el dolor en el alma por no poder peregrinar, como lo hacíamos todos los años, y no poder saludar a nuestra patrona y protectora a las 00.00 horas, cuando salía su bella imagen por la puerta principal de la basílica, lo hacemos ahora desde lo más profundo de nuestros corazones. Desde donde nos encontremos, saquemos los pañuelos para saludar virtualmente a nuestra Madre, pero también para secarnos las lágrimas de emoción que brotan de nuestro corazón agradecido y suplicante. Agradecido porque sabemos que nos proteges con tu solicitud maternal; y suplicante porque te encomendamos especialmente a los que generosamente se prodigan para cuidarnos del contagio y a aquellos que atienden a los que contrajeron el mal; y a todos los que tienen responsabilidades de gobierno, en la función pública y en los servicios de seguridad para tomar las decisiones que correspondan al momento que estamos viviendo y aplicarlas con diligencia. Y renovamos la esperanza de encontrarnos todos aquí el año próximo para alegrarnos de ser peregrinos y devotos de nuestra amada y Tierna Madre de Itatí. Amén.

†Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes


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