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Homilía para el Domingo de la Divina Misericordia

Capilla de San Marcos, Corrientes, 19 de abril de 2020

Me alegra mucho poder celebrar la Santa Misa el Domingo de la Divina Misericordia en la Capilla de San Marcos y sentirme muy unido a esta comunidad, y con ustedes y el párroco el P. Daniel Masares, a toda la comunidad arquidiocesana. En esta sorpresiva e inquietante situación en la que nos encontramos todos, ustedes padecieron recientemente el aislamiento del barrio que los hizo sufrir, armarse de paciencia, y reforzar el cuidado y la atención a los más frágiles. Por medio de esta transmisión también nos acercamos a los pacientes y personal sanitario del Hospital Llano, en particular desde la sección de maternidad. Pero nos unimos con nuestro afecto y oración de modo muy especial a la persona con diagnóstico positivo del Covid19 y otras dos en situación de sospecha, que están internados allí, y a sus familiares. Sepan que los acompañamos y les deseamos una pronta recuperación.

Agradezco que podamos encontrarnos, aunque sea a través de las redes sociales, para celebrar la Eucaristía y, por medio del poder de la Palabra de Dios y la comunión con Jesús Resucitado, sostenernos, animarnos, y a hacerle frente juntos a la pandemia del virus y del dengue, con la actitud que nos corresponde a los cristianos. Nuestra fuerza y nuestra esperanza está, ante todo en Dios, que nos habla, busca por todos los medios acercarse y abrazarnos, no para suplir nuestro esfuerzo, sino para ayudarnos a asumir responsablemente lo que nos corresponde hacer a cada uno, pero nos quiere ver trabajando junto a él.

Vayamos, entonces, a la Palabra de Dios, que siempre es luz que ilumina nuestra oscuridad. La lectura de los Hechos de los Apóstoles nos narra la experiencia de un período feliz de las primeras comunidades cristianas. Se reunían para escuchar las enseñanzas de los Apóstoles, para la fracción del pan y para compartir sus bienes conforme a las necesidades de cada uno. En ellas reinaba un ambiente de alegría, sencillez y alabanza (cf. Hch 2,42-47). Eso es lo que todos anhelamos. No hay familia, comunidad, pueblo que no desee la felicidad y vivir en paz y alegría. Sin embargo, no es tan fácil alcanzar ese ambiente de fraternidad donde reinen esos valores que tanto ansiamos.

Con todo, Jesús Resucitado nos asegura que eso es posible si nos animamos a seguir sus pasos, aceptando la invitación que nos hace Dios Padre que en su gran misericordia nos hizo renacer por la resurrección de su Hijo (cf. 1Pe 1,3). Esto quiere decir que para acertar en el camino que nos lleve a vivir con ese gozo que no desaparece aun en las pruebas, es necesario que hagamos como hizo Tomás: convencernos de que para transitar ese camino es no temer las pruebas, tener el coraje de meter los dedos en las llagas de Jesús y la mano en su costado abierto, es decir, reconocer a Jesús crucificado, señal extrema de la misericordia de Dios Padre con aquel que se abraza a Jesús y como Tomás, exclama: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20,28). Ese abrazo de fe nos abre los ojos para ver dónde están hoy las llagas y el costado abierto de Jesús en la vida sufrida y postergada de tantos los hermanos que tenemos a nuestro lado, reclamando cercanía, ayuda y promoción para una vida más digna.

Jesús resucitado se da a conocer a sus discípulos mostrándole sus manos y su costado. Ellos, al reconocerlo, “se llenaron de alegría”. Es entonces cuando Jesús les reitera el saludo de la paz y les concede el don del Espíritu Santo y el poder de perdonar los pecados, es decir, de derramar perdón y misericordia, porque ese es el río de amor que fluye a raudales de las entrañas de Dios Padre, que nos creó por amor y nos redimió por su gran misericordia. Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre. Quien lo ve a Él ve al Padre (cf. Jn 14,9). Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz (cf. MV 1-2), nos recordó el papa Francisco durante el Año de la Misericordia.

En las circunstancias difíciles en las que nos encontramos todos, estamos llamados a ser misericordiosos. Pero para ello, necesitamos ir a la fuente de la misericordia, como el apóstol Tomás, para ser luego sus dispensadores hoy, sobre todo, en la familia.  En ese pequeño espacio físico de la casa en el que debemos permanecer y aprender a tenernos mucha paciencia, a perdonarnos y a cuidarnos, con una atención especial a los abuelos que son los más vulnerables de la familia ante los males que nos amenazan. El corazón del que actúa de ese modo se llena de paz y de alegría, y de esa fortaleza que proviene de Jesús crucificado y resucitado, que lo sostiene en las pruebas más duras de la vida.

Fíjense cuántas cosas buenas aprendimos de la sorpresiva cuarentena a la que fue sometido el barrio. Y no solo ustedes, sino todos los que tuvimos la ocasión de conocer y acompaña, por ejemplo, los innumerables gestos de cercanía y de solidaridad que generó ese incómodo y fatigoso aislamiento. Es conmovedor constatar que en momentos de prueba se pone en evidencia la misericordia y el amor que hay en tantos hermanos y hermanas con los que convivimos diariamente. Personas de Caritas y de otros organismos oficiales y privados, dieron testimonios heroicos de entrega generosa sin importarles el riesgo que corrían sus vidas. También es verdad que, en situaciones por las que atravesamos, aparecen lamentables egoísmos en personas que aprovechan la situación para sus propios intereses, pero, afortunadamente, los gestos de amor superan ampliamente las conductas mezquinas.

Si ampliamos la mirada y vemos lo que sucede en el mundo, nos damos cuenta que la experiencia que tuvieron ustedes en ese transitorio aislamiento, es la que estamos atravesando todos en el ámbito de nuestra ciudad, del país y a nivel global. Los que tenemos la dicha de creer en Jesús, que superó la peor “pandemia” que azotó la condición humana y le puso punto final destruyéndola en su propio cuerpo por el camino de la pasión, muerte y resurrección, sabemos que “por él, con él y en él”, como exclamamos en la misa, ningún mal puede hacernos daño alguno, porque Dios Padre, que nos ama entrañablemente, nos protege de todos los peligros. Pero, al mismo tiempo, ese amor del Padre nos hace colaboradores para que actuemos con inteligencia y responsabilidad en poner todo de nuestra parte para superar la adversidad que nos tiene alterados.

Antes de concluir, les propongo que recordemos la frase del apóstol Pedro en la que hace referencia al gozo que siente en su corazón el que cree en Jesús y de las pruebas por las que inevitablemente tiene que pasar como todo ser humano: “ustedes se regocijan a pesar de las diversas pruebas que deben sufrir momentáneamente”. Es probable que entre las pruebas que debemos sufrir hoy es quedarnos en casa para cuidar la propia vida y la vida de nuestros semejantes. Seamos responsables y cumplamos estrictamente las disposiciones sanitarias, aunque nos cueste. Estemos a la altura de la prueba y mostremos que somos capaces de mirar al hermano y cuidarlo.

Finalmente, así como nos estamos preparando con una buena previsión para atender a los posibles infectados y acompañar a sus familiares, pensemos también de un modo orgánico cómo vamos a enfrentar la prueba de la subsistencia si se llegara a agravar esta situación y luego cuando la vayamos superando. La prioridad para una atención humanitaria y social, debe estar orientada hacia los grupos más vulnerables de nuestra comunidad. Será una dura prueba tanto para nuestras Caritas, como para los organismos que tienen por función cuidar a nuestra gente.

Jesús Misericordioso, por medio de tu bienaventurada Madre y Madre nuestra, te pedimos que nos protejas de todo mal, fortalezcas con tu amor y misericordia a todos los que están al servicio de la comunidad, poniendo en riesgo sus vidas para cuidar la de todos, aumentes en todos nosotros la fe y nos des un corazón sensible para estar cerca de todo aquel que necesita una palabra de aliento o carece de lo nosotros podamos compartir con él. Amén.

 

†Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispado de Corrientes


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