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BUENOS AIRES, 25 DE NOVIEMBRE DE 2019

Homilía en la Misa de clausura del año académico del Seminario Interdiocesano “La Encarnación”

Estábamos parados en la puerta de entrada de la basílica de Itatí, esperando recibir la orden para que la procesión de entrada iniciara su camino hacia el altar. De pronto, desde el lateral izquierdo se va acercando lentamente una mujer, en la que se veían señales de ceguera. Pregunta por el obispo y le indican que está un poco más atrás. Cuando se da cuenta que está frente a él, dijo: “Bendígame, Padre, porque estoy perdiendo la vista. Pero no importa que pierda la vista, basta con que no pierda la fe”.

Nadie pone en cuestión la importancia que tiene la vista y la salud en la vida de una persona. Sin embargo, esa mujer casi ciega nos enseña que la profundidad del don de la fe no se compara con ningún otro bien que poseemos en esta vida. Así lo acabamos de escuchar por boca de Jesús en el breve pasaje del Evangelio de san Lucas: «Les aseguro que esta pobre viuda ha dado más que nadie. Porque todos los demás dieron como ofrenda algo de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir». (Lc 21,3-4). ¡Qué paradoja: entregarlo todo para poseerlo todo! Esa es la dinámica del reino que vino a predicar Jesús: “se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo” (Mt 13,44), es decir, es hombre está dispuesto a entregarlo todo para poseerlo todo.

Es un camino semejante a la fe de la ciega de Itatí, al de la viuda que dio todo lo que tenía para vivir, y al que transitaron también aquellos jóvenes judíos que, fieles a la ley de Dios, arriesgaron sus propias vidas. Estos judíos preferían perder la vida antes que perder la fe. Sabían que la fe expulsa el miedo y libera de los ídolos, para descorrerles el velo y así poder contemplar el rostro del Dios que salva y da la vida en abundancia.

En la exhortación apostólica Gaudete et exultate leemos que “hace falta pedirle al Espíritu Santo que nos libere y que expulse ese miedo que nos lleva a vedarle su entrada en algunos aspectos de la propia vida. Esto nos hace ver que el discernimiento no es un autoanálisis ensimismado, una introspección egoísta, sino una verdadera salida de nosotros mismos hacia el misterio de Dios, que nos ayuda a vivir la misión a la cual nos ha llamado para el bien de los hermanos” (175). Esa verdadera salida supone dejar que se desmorone cualquier seguridad que nos tenga atados a nosotros mismos. Por ejemplo, a partir de lo que nos presentó la palabra de Dios hoy, podemos decir que el discernimiento que conduce a una verdadera salida no negocia mezquinamente como los que ponían en la ofrenda de lo que les sobraba; ni pacta con propuesta atractiva de creer que la seguridad está en los ídolos que se guardan celosamente y a los que se rinden culto, sin arriesgar nada. El verdadero discernimiento descubre los miedos y acompaña el camino de liberación de los mismos, mediante la maduración de la fe y la confianza en la acción del Espíritu del Señor.

Hoy nuestro Seminario cierra un ciclo académico, pero no hace lo mismo con el ciclo formativo, porque las semanas que continúan son una oportunidad diversa para dejarse conducir por el Espíritu Santo “hacia el misterio de Dios, que nos ayuda a vivir la misión a la cual nos ha llamado para el bien de los hermanos”. El ciclo formativo no tiene fecha de cierre, porque dura toda la vida como corresponde a la naturaleza de un discípulo misionero de Jesucristo. Por eso, durante las semanas siguientes también estamos llamados a dar de nosotros mismos todo, sin reservas ni cascos con los que creemos que nos hacemos invisibles a los demás. Si uno no está dispuesto a poner la mano en el arado sin nostalgias de los bienes a los que ha renunciado, o de soportar la atracción adictiva a los ídolos actuales, que entorpecen la mente y secan el corazón, es mejor que le deje lugar a otro. Pero dichoso aquel que deja al Espíritu la tarea pascual de “desmundanizarlo” y de conformarlo con el corazón de Jesús, Buen Pastor.

Tenía la ilusión de poder acompañarlos en esta celebración, pero los últimos turnos de control me retuvieron unos días más en Buenos Aires. Si Dios quiere, estaré de regreso antes de fin de este mes. Entonces, mientras les agradezco de corazón sus oraciones por mi salud, aprovecho para compartir con ustedes un aspecto para mí sustancial de este período, en el que me tocó convivir con la enfermedad. Cuando recibí el diagnóstico del cáncer, me vino a la mente la repugnancia que sentía Francisco de Asís ante la presencia de leprosos, al punto de tomar otro camino si a lo lejos divisaba alguno de ellos. En el lugar del leproso, a esta altura de mi vida, se me presentó esta inoportuna y repulsiva enfermedad. El joven de Asís tuvo la gracia de abrazar al leproso que se le presentó de repente frente a él, y esa experiencia del abrazo se le convirtió en “dulzura del alma y del cuerpo”, como lo confiesa él mismo en su Testamento. A mí, ahora ya de viejo, la gracia me permitió abrazar la enfermedad y mirarla a los ojos como hermana. Esto me tocó en lo más íntimo del alma y empecé a agradecerla hasta hoy. Por supuesto que también doy gracias a Dios por don de la salud, pero no dejo de agradecer la inmerecida gracia de la enfermedad, que me hace ver la salud no como algo absoluto, sino como un don relativo que vale en tanto me sirve para la entrega a los demás.

Ya sea que nos toque dar todo lo que tenemos para vivir, testimoniado en el gesto de fe de la ciega de Itatí; o representado en esas dos monedas de la viuda del Evangelio; o en  una propuesta atractiva que nos desafía a quemar todas nuestras seguridades como les sucedió a los jóvenes judíos; o de una enfermedad que amenaza con derrumbar la vida entera, “pidámosle al Espíritu Santo que nos libere y que expulse ese miedo que nos lleva a vedarle su entrada” a nuestra vida. Así nos disponemos a unir toda nuestra existencia a la ofrenda eucarística, suplicando que el Espíritu del Señor nos transforme de tal manera que ya no quede nada de nosotros para nosotros mismos, sino todo solo oblación agradable al Padre. Amén.

Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes


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