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Homilía en el Aniversario de la Coronación de Nuestra Señora de Itatí

Itatí, 16 de julio de 2014

¡Qué dicha más grande poder estar aquí ante la bella imagen de María de Itatí! Me siento muy feliz de encontrarme con cada uno de ustedes y juntos poder honrar a la Pura y Limpia Concepción, como lo han hecho tantos peregrinos y peregrinas a lo largo de la historia. Hemos venido de los lugares más diversos, del norte y del sur, de muy lejos y de los parajes más cercanos; tantos de ustedes hicieron muchos kilómetros a pie, a caballo, en carreta, en bicicleta, en vehículos, en embarcaciones como lo han hecho los hermanos paraguayos, luego del emocionante encuentro que vivimos hace unos momentos en medio de las aguas del majestuoso, bello y a veces temible río Paraná.
Y aquí estamos hoy nosotros, peregrinos y devotos de la Virgen de Itatí. Anoche, exactamente a las cero horas, se abrieron las puertas del templo y apareció ante nuestros ojos la maravillosa imagen de Nuestra Señora. Sus hijos la recibimos desbordados de emoción. El aplauso parecía no tener fin. Así comenzó la fiesta de un nuevo aniversario de la coronación de María, conmemorando aquella tarde del 16 de julio, hace hoy ciento catorce años, cuando en el atrio del templo de la Santísima Cruz de los Milagros en la ciudad de Corrientes, el obispo colocaba la corona sobre su cabeza. Desde entonces, ella acompaña con ternura la peregrinación de sus hijos y devotos.
El ser humano es peregrino porque no tiene aquí su morada definitiva. No podemos detener el tiempo, es imposible volver atrás, el tiempo pasa inexorablemente tanto para el niño, para el joven, como para el anciano. El tiempo transcurre igual para el creyente y para el que no cree: nadie puede añadir un solo minuto a su vida. Sin embargo, la persona que cree, tiene una ventaja enorme porque sabe de dónde viene, hacia dónde va, y por eso también sabe qué debe hacer durante el camino. Además, los creyentes sentimos la cálida presencia de María. Ella nos conduce suavemente, con ella nos sentimos hijos y hermanos, peregrinando seguros bajo su amparo.
La Palabra de Dios nos confirma que el peregrino puede confiar totalmente en María y sentirse seguro con ella. Vayamos a las lecturas que acabamos de proclamar. En el texto del Apocalipsis (Cf. 11,19ª;12,1-6ª.10ab) escuchamos que “se abrió el Templo de Dios que está en el cielo y quedó a la vista el Arca de la Alianza”. ¿Qué es un arca? Es un recipiente, un cofre, una caja donde cabe algo. ¿Y alianza? Alianza quiere decir unión, acuerdo, casamiento. Entonces, la expresión Arca de la Alianza, la podríamos traducir como caja donde se guarda un acuerdo. Ese sagrado recipiente es María, ella es el Arca de la Alianza, ella es el recipiente que contiene a Jesús. Jesús es nuestra Alianza y María el arca que lo contiene. Contemplando a María, Arca de la Alianza, vemos asombrados cómo la tierra se une al cielo y el cielo baja a la tierra. Por eso, el texto bíblico continúa diciendo “y apareció en el cielo un gran signo: una Mujer revestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza”.
Pero en seguida aparece el drama. Esa mujer –arca de la alianza– “estaba embarazada y gritaba de dolor porque iba a dar a luz”. El drama sube de tono, porque “apareció en el cielo otro signo: un enorme Dragón rojo como el fuego, con siete cabezas y diez cuernos, y en cada cabeza tenía una diadema”. Y se estableció la lucha entre el Dragón y la Mujer para devorar a su hijo en cuanto naciera. Sin embargo –y ahora viene la gran noticia– en medio de esa situación dramática, Dios cuida a la mujer y el hijo fue elevado hasta el trono de Dios, desde donde se escucha un canto de triunfo: “Ya llegó la salvación, el poder y el Reino de nuestro Dios y la soberanía de su Mesías, porque ha sido precipitado el acusador de nuestros hermanos, el que día y noche los acusaba delante de nuestro Dios”.
Como podemos notar, la primera lectura nos puso delante unas imágenes muy fuertes. Ante todo, Dios se presenta como el que salva, libera y cuida a su criatura de todo mal; María es el ‘lugar’, la tierra, donde Dios actúa, protegiéndola a ella y a su hijo. Y por otro lado: vemos el mal, representado en el Dragón. El mal fue vencido y ya no tiene poder sobre los que confían en Dios. Sin embargo, si nos descuidamos y nos apartamos de Dios, podemos caer fácilmente en las garras del Maligno. Lejos de Dios, no hay seguridad, ni posibilidades de vida, ni salvación. Recordemos que en nuestra querida patria se dispararon alarmas sobre algunos peligros muy graves que amenazan la vida de nuestro pueblo: la droga y el narcotráfico por una parte; y por otra, se ha constatado con dolor que la Argentina está enferma de violencia. No son los únicos síntomas que nos preocupan, pero esos son particularmente graves.
Si no afrontamos con diligencia los síntomas que deterioran nuestra convivencia social, las situaciones de violencia se irán agravando. Todos estamos implicados y todos tenemos responsabilidades, porque cada uno en su propio medio está comprometido a desactivar conductas violentas: en la vida de pareja y en la familia, en la calle y en la escuela, en el negocio y en el trabajo, en la función pública y en nuestras comunidades cristianas. Como decíamos, todos estamos involucrados en promover una cultura de la paz y del encuentro, pero no todos tenemos el mismo grado de responsabilidad ni las mismas posibilidades de actuación.
La dirigencia, en cualquiera de los ámbitos de la convivencia social, política o religiosa, le compete en primer lugar la tarea de educarse y educar para la amistad social, el diálogo respetuoso y sincero, el apego ejemplar a la ley, porque de lo contrario, ¿qué se puede esperar de la gente cuando ve que sus dirigentes actúan dando mal ejemplo? La persona creyente sabe que Dios es fuente de toda razón y justicia y que los peores males brotan del propio corazón humano. Es allí donde hay que intervenir con urgencia. La curación de un corazón enfermo es obra de Dios y él está empeñado en curarnos, con la condición de que lo dejemos actuar. El vínculo de amor con Jesús vivo cura nuestra violencia más profunda y es el camino para avanzar en la amistad social y en la cultura del encuentro.
Es impactante el cuadro que describe el Evangelio de hoy (Cf. Juan 19,25-27): la violencia extrema que representa la agonía de Jesús en la cruz, está acompañada con enorme fortaleza por María, algunas mujeres y Juan, sin odio ni resentimientos. El amor vence al odio y pone bajo su cuidado a María y a Juan. “Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: "Mujer, aquí tienes a tu hijo". Luego dijo al discípulo: "Aquí tienes a tu madre". Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa”. También nosotros queremos recibir a María en nuestra casa y aprender de ella a ser verdaderos discípulos de Jesús, libres de rencores, de venganzas y de todo mal pensamiento respecto de nuestro prójimo.
En presencia de ella, sentimos que Dios nos cuida y que su amor nos impulsa a cuidar de nuestros hermanos, de todos, sin distinción: porque no hay una vida que valga más y otras menos: la del niño y el adulto, varón o mujer, trabajador o empresario, rico o pobre. Toda vida debe ser cuidada y ayudada en su desarrollo desde la concepción hasta la muerte natural, en todas sus etapas y dimensiones. Jesús es nuestra Paz, en él encontramos Vida y Vida abundante. A Él volvemos nuestra mirada y en Él ponemos la esperanza para renovar nuestro compromiso en favor de la vida y la familia, la paz y la salud integral de nuestra querida Patria. Nos encomendamos a tierna y segura protección de María de Itatí, sabiendo que bajo su amparo nadie ni nada puede hacernos daño. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes


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