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 Homilía en la Solemnidad de la Cruz de los Milagros

 Corrientes, 3 de mayo de 2014

 
  En el acta fundacional de nuestra ciudad, el escribano Nicolás de Villanueva, dejó plasmado el acontecimiento de esa mañana del 3 de abril de 1588, con una detallada crónica de los sucesos. Las primeras palabras comienzan así: “En el nombre de la Santísima Trinidad Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero y de la Santísima Virgen María su madre y del rey don Felipe (…) yo el licenciado Juan de Torres de Vera y Aragón (…) fundo, asiento y pueblo la ciudad de Vera, en el sitio que llaman de las Siete Corrientes provincia del Paraná y Tape”. Ese mismo día –según leemos en la crónica– se eligió el sitio para la iglesia mayor y se le dio por advocación Nuestra Señora del Rosario. Inmediatamente se procedió a plantar una cruz, a la cual todos adoraron, anotó devotamente el cronista.
Nuestra ciudad nació y fue creciendo en torno a la Cruz y la Virgen. Como sabemos, fue una historia donde hubo luces y sombras, gracia y pecado, como toda historia protagonizada por hombres. Sin embargo, al recordarla, lo primero que cabe es agradecer a Dios, porque aun en medio de tantos encuentros y desencuentros, la unidad prevaleció sobre el conflicto. Ese horizonte de unidad –que afortunadamente no se perdió en los más de cuatro siglos que transcurrieron desde la fundación– nos brinda consistencia e identidad aún hoy. ¡Qué otro símbolo podría darnos esa consistencia si no la Cruz!
Dios continúa actuando hoy como lo hizo con los discípulos de Emaús: se coloca en el lugar y el momento que ellos viven. Jesús se acerca a ellos, los acompaña, les enseña con paciencia y comparte con ellos dándose a sí mismo. No les recrimina la frustración ni les echa en cara su falta de fe. Se sienta con ellos y comparte el pan. Así lo viene haciendo con nuestro pueblo creyente, desde sus orígenes. Dios busca al hombre, le brinda señales de paz y desea encontrarse con él. La pedagogía de Jesús está resumida en la señal de la cruz: entra en la historia de los hombres, abrazándolos con su amor. Ese abrazo llega hasta el extremo de padecer la insensatez que es obra de los hombres. Sin embargo, Jesús nos asegura, como lo hizo con aquellos dos discípulos, que su amor permanece fiel y que aquellos que lo descubren no lo cambian por ninguna otra cosa.
Mantener viva la memoria
Es importante mantener viva la memoria de un pueblo. Los pueblos son como las personas, si pierden la memoria, pierden también la libertad y la soberanía que les permite ser ellos mismos. Pero es igualmente importante que cada generación se reencuentre con la verdad de su historia, sane sus heridas y busque los cauces para crecer en amistad y unidad. Para ello son muy importantes los símbolos que conservan los grandes valores que dan unidad, consistencia y futuro a la identidad de un pueblo y a su misión en la historia. Como aquellos discípulos, también nosotros debemos releer nuestra historia desde sus orígenes. Ellos nos enseñan que la mesa compartida y abierta a la presencia de Dios, nos da una claridad mayor para discernir el pasado y el presente, y nos ofrece la esperanza de encontrarnos y caminar juntos.
El signo de la cruz es patrimonio de una civilización que dio pasos fundamentales hacia una mayor humanización. No olvidemos que es precisamente el signo de la cruz el que representa los principales valores que ha conquistado la humanidad con el paso de los siglos: la libertad, la justicia, la verdad y el amor. Esos cuatro valores universales son inseparables, porque donde falta uno de ellos, tampoco encuentran lugar los otros. Porque no es posible la igualdad, la libertad y la fraternidad entre los seres humanos si no hay un deseo sincero de buscar juntos la verdad y una pasión constante en promover una cultura del encuentro. El gusto espiritual de ser pueblo –del que habla el Papa Francisco– supone una conversión mental, un cambio de paradigma que supere la dialéctica amigo-enemigo, dialéctica a la que somos incorregiblemente adictos. El gusto espiritual de ser pueblo es el gusto de estar cerca de la vida de la gente, sólo por el hecho de ser ‘gente’ y no porque militen en un determinado partido político o sean miembros de tal o cual iglesia.
La Cruz y el amor a la gente
El amor a la gente –escribió el Papa en su reciente Exhortación– es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con Dios hasta el punto de que quien no ama al hermano «camina en las tinieblas» (1 Jn 2,11). Yo soy una misión en esta tierra –sigue diciendo el Santo Padre– y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar. Allí aparece la enfermera de alma, el docente de alma, el político de alma, esos que han decidido a fondo ser con los demás y para los demás.
Para sumergirse en el pueblo y vivir la misión como un generoso servicio a los demás es necesaria una espiritualidad, una mística. Y esa mística la brinda la cruz de Jesucristo. Es allí donde descubrimos que Dios ama a todos y que cada ser humano es objeto de la ternura infinita de Dios. El signo de la cruz nos recordará siempre que la libertad, la igualdad y la fraternidad no se pueden separar jamás de la justicia, de la verdad y del amor. No hay otro proyecto más profundamente humano y abierto a todos, que el proyecto que se nos revela en la Cruz de Jesús. El amor de Dios que se revela en ese signo, nos juzga a todos, creyentes y no creyentes: nos examina en el amor hasta el límite de incluir aun al enemigo. No hay amor que se haya revelado hasta ese extremo, que el amor que contemplamos en la Cruz.
La Cruz fundacional, mis queridos hermanos y amigos, no es apenas un elemento del pasado. El mensaje de profunda humanidad que representa ese signo, es el mismo mensaje que expresamos cuando nos persignamos, o marcamos la frente de nuestros niños, o cuando pedimos la bendición para nuestro trabajo. Es la Cruz, fuente inagotable del amor infinito de Dios hacia los hombres, y fundamento para una cultura del encuentro, como la que tuvo lugar en los inicios de la fundación de nuestro pueblo, entre aciertos y desaciertos, donde han prevalecido, gracias a Dios, la vida y la conformación de un pueblo nuevo. Todos los días estamos llamados a renacer de nuevo al pie de la Cruz.
Llamados a renacer al pie de la Cruz
Valoremos los dos signos que marcaron la peregrinación de nuestro pueblo desde la fundación hasta nuestros días. Son patrimonio de todos los correntinos, no sólo de los católicos. La misión que tenemos los católicos nos compromete en dos direcciones: la primera nos obliga a conocer más en profundidad la historia y la espiritualidad de la Cruz y la Virgen, porque en ellos se resumen maravillosamente los contenidos principales de nuestra fe; y la segunda nos compromete a un modo diferente de tratar a los otros y de asumir nuestras responsabilidades en la familia, en el trabajo y en la sociedad. Hay un estilo cristiano y mariano de tratar a los demás, estilo que aprendemos en la escuela de la Cruz y de la Virgen.
El lugar de esa escuela es, ante todo, la familia. Por eso, esposos cristianos, marquen la frente de su cónyuge con la señal de la cruz, háganlo todos los días y recen juntos las oraciones Ante la Cruz y Tiernísima Madre. Ese sencillo gesto ayuda a ver de otro modo a las personas con las que convivimos a diario. Hagan lo mismo con sus hijos y dejen que también ellos los bendigan con una crucecita en la frente. Y si les preguntan por qué hacen esas cosas, cuéntenles que es porque Dios los quiere, que perdona sus faltas, que los acompaña y jamás los deja solos; explíquenles con la paciencia de un catequista que Dios es Padre, que nos creó parecidos a él y nos confió la misión de cuidarnos unos a otros, de tratar bien a todos, especialmente a los que están solos, a los pobres y a los que sufren.
Somos inmensamente afortunados por tener la gracia de creer. Compartamos con alegría, dulzura y paciencia la fe que recibimos, llevándola a lugares que frecuentamos diariamente. Encomendemos nuestra hermosa Ciudad a los brazos maternales de María de Itatí y pidámosle que nos cuide a todos, que ilumine y guíe a nuestros gobernantes para que actúen siempre con sabiduría. Y con ella, al pie de la Cruz de su Hijo Jesús, cooperemos en promover los valores que hacen a una convivencia pacífica, fraterna, abierta y respetuosa con todos. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

NOTA:
A la derecha de la página, en "Otros Archivos", el texto como HOMILÍA SOLEMNIDAD DE LA CRUZ, en formato de word.


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