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 Homilía para la clausura del Año de la fe

 Corrientes, 23 de noviembre de 2013

 
  Hoy concluimos el Año de la fe. Estamos contentos y agradecidos a Dios por este valioso obsequio para el alma que nos regaló la Iglesia. Celebramos esta clausura en la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Él reina glorioso junto al Padre y, al mismo tiempo que encabeza nuestra peregrinación, camina con nosotros y nos enseña con su palabra y con su ejemplo que es posible caminar juntos si nos disponemos, como Él, a reinar sirviendo con humildad y constancia a nuestros hermanos, especialmente a los más pobres y necesitados. El Evangelio de hoy nos recuerda que todos seremos juzgados por las obras de amor y servicio que hayamos realizado durante nuestra vida.
El Año de la fe nos ayudó a apreciar y profundizar el maravilloso don de la fe. La fe es ‘saber y confiar’: saber que Dios nos ama y confiar totalmente en Él, para vivir como testigos de Jesús en medio del mundo con valentía y sin miedo. Por ello, a continuación de estas palabras haremos la renovación de las promesas bautismales, como respuesta gozosa y comprometida a ese don extraordinario que recibimos de Dios, por medio de la Iglesia.
Habrán notado que, al agradecer el don de la fe, nuestra mirada se dirige a Dios, en primer lugar; y en seguida a la Iglesia. ¿Cómo podríamos agradecer el don de la fe en solitario? Pensemos, por ejemplo, en nuestros padres y abuelos, sacerdotes y catequistas, que nos enseñaron quién es Jesús y quién es su Madre; con ellos aprendimos a valorar el misterio salvador de la Cruz de Jesús, y a su Madre la Virgen María, estrechamente ligada a ese misterio. La Virgen de Itatí y la Santísima Cruz de los Milagros no existirían si no fuera por los misioneros que envió la Iglesia hace más de cuatro siglos a nuestra región. Ella engendró a nuestros antepasados en la fe por el bautismo y hoy lo continúa realizando con nosotros; ella nos brinda el pan de la Palabra y de la Eucaristía; y en la Iglesia nos reconciliamos con Dios y con los hermanos.
Hace apenas unos días, el Papa Francisco, advertía que todavía hay quien dice hoy: «Cristo sí, Iglesia no». Como los que dicen: «yo creo en Dios, pero no en los curas». Pero es precisamente la Iglesia la que nos lleva a Cristo y nos lleva a Dios; Preguntémonos hoy –decía el Santo Padre–: ¿cuánto amo a la Iglesia? ¿Rezo por ella? ¿Me siento parte de la familia de la Iglesia? ¿Qué hago para que la Iglesia sea una comunidad donde cada uno se sienta acogido y comprendido, sienta la misericordia y el amor de Dios que renueva la vida? (1)
¡Qué hermosa y oportuna fue la Caminata misionera de la fe! Desde los lugares más diversos y distantes de la Arquidiócesis nos hemos congregado para realizar juntos esa caminata. Hubiese sido imposible realizarla si no nos sintiéramos parte de la Iglesia. ¿Y cómo podríamos misionar si no estuviéramos integrados a una comunidad? La alegría de la misión es siempre una alegría compartida, porque la fe es esencialmente una experiencia de comunión, primero con Cristo, y luego inmediatamente con los hermanos. Así lo hemos vivido hace poco en el Encuentro del Pueblo de Dios, y lo renovamos hoy con esta caminata misionera. Queremos que todo el mundo conozca la felicidad de creer en Dios. Más aún, que nadie se quede sin escuchar que Cristo abraza con su amor a todos, y que al oír ese anuncio, lo reciba gozosamente en su corazón.
El Papa Francisco ha dicho repetidas veces que no quiere una Iglesia cerrada, sino una Iglesia que sale al encuentro de los hombres, especialmente de aquellos hermanos y hermanas que se hallan en las periferias de la vida: periferias geográficas y existenciales. Con ellos queremos compartir la belleza de humanidad que nos brinda la fe y trabajar juntos por una cultura del encuentro y del diálogo.
La primera escuela, en la que se debe promover la cultura del encuentro y del diálogo es la familia, y los maestros de esa cultura son los esposos. Primero deben cultivarla entre ellos y luego como padres, en la familia con sus hijos y abuelos. Nadie puede reemplazar esa tarea, ni reconstruir luego lo que los padres no han hecho. Salir hacia el otro, descubrir que la vida es servicio, aprender a compartir, ser generoso y sensible al bien común, se aprende en la familia.
Como ciudadanos, miembros de una gran familia, necesitamos con urgencia que la cultura del encuentro y del diálogo se manifieste también en la conducta política de las autoridades, próximas a asumir la responsabilidad pública de conducir los destinos de esta familia. El desarrollo espiritual y el progreso material de un pueblo depende, en gran parte, de la capacidad que tienen sus miembros de dialogar y de cooperar unos con otros. Como sucede en una familia, también en el orden social es la autoridad la que tiene la misión y el deber de convocar, integrar y proyectar, buscando sumar voluntades y evitando la vieja tentación de dividir para reinar, tentación siempre al acecho de espíritus egoístas y débiles.
La fe, vivida con autenticidad, tiene una dimensión íntima y personal, y una comunitaria y social. Al respecto, recordemos dos frases que nos dan mucha claridad sobre esto. Una del Papa Benedicto XVI y la otra del Papa Francisco. La primera, del papa emérito, quien al iniciar el Año de la fe, afirmó que la fe exige la responsabilidad social de lo que se cree (2). En esa misma línea, el Santo Padre Francisco entiende que la fe no es algo privado, una opinión subjetiva, sino que nace de la escucha y está destinada a convertirse en anuncio (3). Es decir, la fe en Cristo compromete integralmente la vida de una persona y todos sus vínculos: matrimoniales, familiares y sociales; e impacta en el corazón de la vida pública, porque es portadora de verdad sobre la dignidad del ser humano y la familia, y brinda sentido trascendente a la condición peregrina de toda la familia humana.
El pasado 4 de octubre, el Santo Padre hizo su primera visita a Asís. Después de almorzar en el salón de Cáritas, se dirigió a la catedral donde fueron bautizados san Francisco y Santa Clara y allí habló sobre la importancia de salir para ir al encuentro del otro en las periferias que son lugares y realidades humanas marginadas y despreciadas. Y a continuación, el Papa exhortó a no tener miedo a salir al encuentro de estas personas. Se puede ir a las periferias –advirtió el Santo Padre, sólo si se lleva la Palabra de Dios en el corazón y se camina con la Iglesia, como San Francisco. Si no es así, nos llevamos a nosotros mismos y esto no es bueno, no sirve a nadie. No somos nosotros los que salvamos el mundo: es el Señor quien lo salva.
Todo esto nos lleva a renovar hoy con valentía y en forma pública nuestro compromiso bautismal. Lo haremos inmediatamente. Al finalizar la renovación de las promesas bautismales, prestemos atención a la frase con la que el ministro concluye ese acto: “Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia, que nos gloriamos de profesar en Jesucristo, Nuestro Señor. Amén.” A la alegría de nuestra renovación, sigue la misión. Misión que nos compromete a ir al encuentro de todos, dispuestos a dialogar con quienes no piensan como nosotros, con quienes creen de otra manera o no creen. Todos fueron creados a imagen y semejanza de Dios y tienen derecho a escuchar el mensaje del Evangelio y ser tratados con humildad, cordialidad y respeto.
Ante la Cruz de los Milagros y la Virgen de Itatí, puerta de la fe; con los santos y santas patronos de nuestras comunidades, renovamos hoy gozosos nuestro amor a Jesús y nuestra cordial pertenencia a la Iglesia; y nos comprometemos a ser mejores cristianos y más responsables y honestos en nuestras obligaciones ciudadanas. Así sea.
  Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

Notas:
(1) 
PAPA FRANCISCO, Audiencia, 29 de mayo de 2013.
(2) Porta fidei, n. 10.
(3)
Lumen fidei, n. 22.



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