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 Homilía en el 113º Aniversario de la Coronación de Nuestra Señora de Itatí

 Itatí, 16 de julio de 2013

 
   Una vez más nos encontramos aquí felices de poder celebrar ciento trece años de la Coronación de Nuestra Señora de Itatí. Nos sentimos en comunión con una multitud hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos, que a lo largo de más de un siglo, movidos por una misma fe, peregrinaron hasta los pies de la Virgen. Entre ellos están nuestros padres y abuelos, generaciones enteras, que honraron a su amada patrona y ante ella renovaron su compromiso de amar más a Dios y de tratar mejor a sus semejantes, es decir, de ser buenos cristianos y ciudadanos responsables. También nosotros hemos venido a renovar ese compromiso y a decirle a nuestra Madre del Cielo que nos sentimos dichosos y agradecidos, sobre todo por el don de la fe. Anoche, durante el saludo a la Virgen, una persona me decía: Padre, lo más grande es la fe. Sí, es verdad, no hay nada que se pueda comparar al don de la fe, ni siquiera la vida, que es el otro regalo que recibimos de Dios. Porque creo, me doy cuenta cuál es el valor de la vida que Dios me ha regalado y la dignidad que tiene todo hombre que viene a este mundo.
Pero cuando se debilita nuestra fe, también empezamos a olvidar que la vida es un don precioso, hasta que la enfermedad, la muerte de un familiar o de un amigo, nos hacen pensar. Recordemos, por ejemplo, con qué ansiedad hemos acompañado la espera del corazón para el pequeño Renzo. Y, por fin, cuando ese corazón había llegado a tiempo, la noticia corrió como una fiesta. En realidad, ese pequeño corazón no cayó del cielo, fue un corazón que lograron mantener vivo en un cuerpo sin vida de una niña muy pequeña, fallecida en un accidente, no lejos de donde nos encontramos hoy nosotros. Aun medio del dolor, conmueve ver cómo la donación de sí mismo genera vida, la solidaridad y el amor al prójimo nos salvan. Ahora sí, vistas las cosas con los ojos del amor, que son los ojos de Dios, podemos decir que ese pequeño corazón es realmente un regalo del cielo.
En aquella criatura, que fue salvada de la muerte por la generosa donación de ese pequeño corazón, estamos, en cierto modo, representados todos. También nosotros necesitamos un corazón nuevo, que reaccione positivamente ante la Palabra de Dios y nos haga más sensibles a las necesidades de los otros. Necesitamos ojos nuevos para ver a Dios y descubrirlo en nuestros hermanos. El don de la fe nos da ese corazón nuevo y esa nueva visión de las cosas. El Papa Francisco escribió en su reciente encíclica que “Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado” (1). Y un poco más adelante nos advierte que “es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre”. El Papa concluye diciendo que “una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro”  (2).
Como dijimos hace un momento, no hay nada en el mundo que se compare al don de la fe. Esto nos llena el corazón de una inmensa alegría y paz. Quisiéramos que el tiempo se detuviera y este gozo no pasara nunca. De alguna manera, aquí en la presencia de Dios, estamos gustando anticipadamente la dicha plena que nos espera en el cielo. Mientras tanto, profundamente agradecidos a nuestra Madre del Cielo que nos regala en la tierra esos anticipos de cielo, estamos dispuestos, como nos enseña ella misma a “partir sin demora” hacia el encuentro de nuestros hermanos.
La vida en la tierra se construye con la vista puesta en el cielo, es decir, puesta en la meta hacia donde peregrinamos. Para los creyentes en Jesús, esa mirada que se eleva hacia la cumbre, no es una ilusión o una fantasía para desentenderse de las realidades cotidianas. Al contrario, la vida de todos los días, con sus alegrías y tristezas, adquiere un sentido diferente si la miramos desde el cielo. La sabiduría del peregrino nos enseña que en la vida hay que estar atento a tres cosas fundamentales: al origen, al camino y a la meta, es decir, de dónde venimos, dónde estamos, y hacia dónde vamos. Si tengo claro de dónde vengo, seguramente sabré adónde voy y, por consiguiente, también descubriré lo que debo hacer. En cambio, si se pierde de vista la meta, inevitablemente el peregrino se convierte en vagabundo, cuya mirada errante y su caminar incierto gira en torno a la nada. Cuando desaparecen los grandes ideales por los cuales luchar en la vida, el ser humano se aferra frenéticamente a las cosas. El individualismo y el materialismo se expanden allí donde el hombre olvida de dónde viene y hacia dónde va.
Nosotros queremos renovar nuestra memoria de peregrinos. Peregrinamos en la fe y la esperanza, porque sabemos que Dios nos ama, su amor nos acompaña en el camino y, sus manos de Padre amoroso nos esperan para abrazarnos al final de nuestra peregrinación. ¡Qué hermosa se la ve a María embarazada y caminando apurada para ir a darle una mano a su prima Isabel! La vida de Dios que lleva en ella la impulsa a salir de sí misma y ponerse a disposición de su parienta para lo que necesite. María de Nazaret, sintiéndose profundamente amada por Dios, se pone en camino para compartir ese amor con su prima Isabel. Es un amor que se expresa en la fiesta del encuentro y en el servicio humilde y cotidiano de los quehaceres de la casa; es amor que se sacrifica y, precisamente porque se entrega sin condiciones, se convierte en alegría y en fiesta. Así se comprende el corazón exultante de María en el Magníficat: «Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador, porque miró con bondad la pequeñez de su servidora». Ella jamás olvidó que Dios la amaba, por eso se confiaba totalmente en Él, aun en los momentos de gran tribulación. Así pudo perseverar en el camino y alcanzar la meta de ser llevada al cielo, y gozar allí plenamente de la presencia de Dios. Ella nos enseña a permanecer en el Amor de Dios y a confiar en él, a pesar de todas las adversidades.
Pero para mantener viva la llama de la fe, hay que estar muy atento a los vientos que hoy intentan sofocarla. Hay brisas sutiles que adormecen las conciencias de los hombres, haciendo ver que algo es bueno solo porque hace sentir bien, pero en realidad es algo que nos hace mucho daño. “Si no le das tu vida a Dios se la das a otro, a una mascota, a un cosmético, a una cosa”, dijo el Papa hace poco. Esas cosas producen satisfacciones pasajeras, pero jamás pueden brindar felicidad; te hacen sentir bien un rato, pero no pueden asegurar esa paz que la encuentra sólo aquel se halla en Dios.
Queridos hermanos, dirijamos la mirada a nuestra tierna Madre de Itatí, y pidámosle que nos enseñe a poner a Dios en el centro de nuestra vida y a tener ese trato respetuoso y servicial, como el que tuvo ella con su prima Isabel. Que los esposos se traten bien entre ellos, los padres con los hijos y los hermanos entre sí; que nos cuidemos y respetemos en la calle, y no ensuciemos los ambientes que compartimos como son las veredas, las plazas, los caminos, los descampados urbanos, a los que irresponsablemente convertimos en basurales; que todos aquellos que tenemos responsabilidades públicas y actuamos a través de los medios, lo hagamos con moderación y respeto, buscando y diciendo siempre la verdad; comprometiéndonos a tratar bien sobre todo a los adversarios y aun a los que nos ofenden; y promoviendo la paz social y el encuentro entre todos los argentinos. Así nuestra peregrinación terrena se hará más llevadera para todos y nos brindará la dicha de experimentar anticipadamente aquello que esperamos gozar plenamente en el cielo. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

NOTAS: 
(1) Lumen fidei, n. 1.
(2) Lf, n. 4.

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