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Homilía para la Misa en la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo

 Corrientes, 29 de junio de 2013


   Hoy nos alegramos con toda la Iglesia por la fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. Por ese motivo, también se conmemora el Día del Papa. Esta coincidencia nos conmueve de un modo muy especial a los argentinos porque recordamos con enorme afecto al Papa Francisco, y nos disponemos a rezar por su persona y por su ministerio como Pastor Universal. ¡Con cuánta emoción hemos vivido la noticia de la elección de un Papa que había estado entre nosotros con ocasión del Congreso Eucarístico Nacional! ¡Cuántos gestos y mensajes, que están provocando un gran impacto tanto en la Iglesia como en la sociedad, hemos recibido en estos primeros tres meses de su pontificado! Por eso, junto con nuestra oración humilde y confiada por él y por su misión, damos gracias a Dios porque nos ha mirado con tanta misericordia y amor al darnos al Papa Francisco.
El cardenal Bergoglio, a los pocos días de haber sido elegido Obispo de Roma, y con profunda gratitud y veneración por el Papa Benedicto –como se expresó él mismo– anunció que reanudaba las catequesis del Año de la fe. Y efectivamente, en estos días el Santo Padre nos estaba entregando unas reflexiones muy profundas y actuales sobre la Iglesia. “¡Que hermoso!, –exclamaba él– nosotros somos las piedras vivas del edificio de Dios, unidas profundamente a Cristo que es la piedra que sustenta todo y también a nosotros. Cuando estamos juntos entre nosotros está también el Espíritu Santo que nos ayuda a crecer como Iglesia. No estamos aislados, somos Pueblo de Dios: esta es la Iglesia”. Y en otro momento se preguntaba: “¿Cómo vivimos nuestro ser Iglesia? ¿Somos piedras vivas o, por el contrario, somos, por así decir, piedras cansadas, aburridas, indiferentes? ¿Han visto que cosa más fea es un cristiano cansado, aburrido o indiferente? El cristiano tiene que estar vivo y alegre de ser cristiano; deber vivir esta belleza de formar parte del Pueblo de Dios que es la Iglesia. ¿Nos abrimos a la acción del Espíritu Santo para ser parte activa de nuestra comunidad o nos cerramos en nosotros mismos diciendo: “tengo tantas cosas que hacer, y no es mi obligación?”.
La festividad de los apóstoles Pedro y Pablo nos remite a esa parte del Credo donde decimos “Creo en la Santa Iglesia católica” o, a la otra versión que dice: “Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. ¿A qué realidad nos referimos cuando decimos ‘creo en la Iglesia’? Podríamos empezar a responder con el Evangelio de hoy: no se trata de la Iglesia de Pedro ni de Pablo, ni aun del Papa Francisco. Estamos hablando de la Iglesia de Jesucristo, así lo estableció él mismo cuando le dijo a Simón Pedro: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia”. Está claro: es su Iglesia; estamos en la Iglesia que fundó Cristo, es suya. Sin embargo, la Iglesia de Cristo, sin dejar de ser suya, Él quiso edificarla sobre Pedro. Nada menos que sobre la humanidad pecadora de Pedro, sin embargo Jesús no dejó de confiar en ella, ni siquiera se reservó las llaves del Reino de los cielos para sí mismo, sino que se las confió a Pedro: “Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos”. No se puede separar la fe en Cristo y la fe en la Iglesia. San Agustín afirma que Jesús funda la Iglesia sobre la fe de Pedro. En la profesión de fe de Pedro, Jesús une definitivamente fe en Él y en la Iglesia. Quien los separa, oscurece y debilita su propia fe. Nos encontramos, pues, en la Iglesia de Cristo y a su persona y mensaje debemos remitirnos todos: el papa, los obispos, los sacerdotes y los fieles laicos.
Detengámonos un momento en el Evangelio de hoy. Jesús quería que sus discípulos lo conocieran cada vez más, para poder descubrirles los planes de Dios Padre. Empieza con una pregunta indirecta preguntándoles qué piensa la gente sobre Él. La respuesta de sus discípulos fue contarle a Jesús la admiración que la gente tenía por Él. Pero Jesús no se conforma con esa respuesta. A Él le interesa lo que piensan sus discípulos: “Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?”. La pregunta fue directa. El que responde es Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Fue una respuesta iluminada y profunda, a tal punto que Jesús funda su Iglesia sobre esa profesión de fe de Pedro: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia”. Por eso, también nosotros debemos sentirnos interpelados por la pregunta de Jesús: “Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?”. Es una pregunta que exige la respuesta personal: “Creo”, respuesta que nos pone inmediatamente en comunión con Cristo y con la Iglesia, por eso, decimos también con toda propiedad “Creemos”, creemos en Cristo y en la Iglesia, en la Iglesia de Cristo que peregrina a lo largo de la historia, y que hoy tiene al Papa Francisco y a los obispos en comunión con él como autoridad en el servicio a todas las Iglesias esparcidas por el mundo.
La Iglesia de Cristo, a la que somos incorporados por el bautismo, es una, santa, católica y apostólica, precisamente porque es Iglesia de Cristo, fundada por Él, pero no a la manera de los fundadores de un movimiento, sino de un modo único, exclusivo y original: Él es la Cabeza y nosotros somos su cuerpo; Él es el Buen Pastor de los pastores y nosotros su pueblo. A Él pertenecemos, por Él somos convocados y en Él somos Iglesia, Familia de Dios, Pueblo peregrino. Es verdad cuando se dice que todos somos Iglesia, porque cuando recibimos los Sacramentos y escuchamos la Palabra de Dios, Cristo está en nosotros y nosotros estamos en Él: esto es la Iglesia. La Iglesia no es una realidad exterior hacia la que uno se dirige los fines de semana o cuando lo precisa. Eso sería un modo muy deficiente de entender y vivir la Iglesia. Para los bautizados la Iglesia es nuestro “yo” comunitario, a tal punto que no podríamos pensarnos sino es formando parte de ella. San Cipriano en el siglo III decía que nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por madre. Es muy hermoso descubrirse hijo y hermano en esta familia de Dios que es la Iglesia.
Para concluir, recordemos una nota esencial de la Iglesia: ella es ‘misión’. Jesús no la fundó para que se dedicara a ella misma, sino que la pensó para el mundo, para que sea sal, luz y esperanza para todos los hombres. La Iglesia se entendió siempre a sí misma como mensaje de fe, de amor y de vida para los demás. Iglesia y misión es una única realidad. Por eso, es necesario que estemos en alerta permanente para no caer en el peligro de cerrarnos en nuestras actividades, y sentirnos cómodos en los grupos y movimientos eclesiales a los que pertenecemos. Salir al encuentro de los demás –insiste el Santo Padre–, acercarnos nosotros para llevar la luz y la alegría de nuestra fe. ¡Salir siempre! Y hacer esto con amor y con la ternura de Dios, con respeto y paciencia, sabiendo que ponemos nuestras manos, nuestros pies, nuestro corazón, pero que es Dios quien los guía y hace fecundas todas nuestras acciones. ¡El Evangelio es para todos! –dijo hace poco el Papa–. Debemos ir hacia la carne de Jesús que sufre, pero también sufre la carne de Jesús de aquellos que no le conocen con su estudio, con su inteligencia, con su cultura. ¡Debemos ir allí! Y a continuación añadía: “Por ello me gusta usar la expresión «ir a las periferias», las periferias existenciales. A todos, a todos ellos, desde la pobreza física y real a la pobreza intelectual, que es real también. Todas las periferias, todos los cruces de caminos: ir ahí. Y ahí sembrar la semilla del Evangelio con la palabra y con el testimonio”.
Para nosotros, que peregrinamos en esta hermosa tierra correntina, la Cruz de los Milagros y la Virgen de Itatí son signos elocuentes de la misión. La Cruz y la Virgen son puerta de la fe y la misión: se distinguen por la ley del amor, cuyas puertas jamás deben cerrarse. El amor auténtico es siempre un amor misionero, abierto a todos. Si el amor llegara a perder esa nota esencial de la misión, se convertiría automáticamente en egoísmo, que es lo contrario del amor. ¡Qué hermosos y profundos son la Cruz y la Virgen, signos evangelizadores que abrieron las puertas de la fe a los primeros pobladores de estas tierras y hoy continúan abiertas para nosotros! Digamos con el Apóstol Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”; y con el Apóstol Pablo: “Hay de mí si no evangelizare”; y encomendémonos confiadamente en las manos tiernas de Nuestra Madre de Itatí, suplicándole que nos dé un gran amor a su Divino Hijo Jesús y nos enseñe a compartirlo con todos, especialmente con los que están más alejados, los pobres y los que sufren. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

Oración:
               Cuida Jesús
               a nuestro Santo Padre, el Papa Francisco,
               ilumina su inteligencia,
               fortalece su espíritu,
               defiéndelo de toda maldad.
               Concédenos que junto a él,
               la Iglesia Católica se conserve unida,
               firme en la fe y en el amor,
               y sea así casa de Dios en el mundo entero.
               Amén.
                           Tierna Madre de Itatí, 
                          protege al Papa con tu manto maternal. Amén.

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