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 Homilía en la fiesta de la Santísima Cruz de los Milagros

 Corrientes, 3 de mayo de 2013

 Ante la hermosa vista que nos brinda el templo renovado, concluimos agradecidos a Dios los festejos del Mes de Corrientes, con los cuales hemos conmemorado 425 años de la fundación de nuestra ciudad. La fiesta de la Santísima Cruz de los Milagros, que está indisolublemente asociada al nacimiento de este pueblo, constituye la memoria viva de sus raíces católicas. En la Cruz del Señor, signo del amor de Dios entregado hasta el extremo por todos los hombres, se inspira nuestro modo de ser y de estar en esta bendita tierra en la que Dios nos puso.
El signo de la cruz identifica al cristiano, como la estrella de David y la media luna a nuestros hermanos judíos y musulmanes, respectivamente. Sin embargo, les confieso la sorpresa que me llevé durante la visita pastoral que hice a algunas comunidades rurales en la zona sur de nuestra arquidiócesis hace pocos días. Allí pude constatar que muchos niños no saben hacer la señal de la cruz, ni escucharon hablar de “chon padrino” (en referencia a los niños que pedían la bendición a sus padres, abuelos o padrinos). Llama la atención que esa ignorancia religiosa se haya extendido a los lugares donde se supone que los valores y costumbres religiosas aún mantienen su vigencia. Por otra parte, durante esa misma visita, en una escuelita pobre –donde las maestras tenían que llevar sus tizas–, a la pregunta qué palabra o frase recuerdan del Papa Francisco, un niño de nueve años respondió en seguida: “Que no nos ‘peliemos’”. A continuación, otros chicos se animaron a compartir diversas expresiones que había dicho el Santo Padre, como por ejemplo: “Que no le saquen el cuero a nadie”, “que se cuiden los unos a los otros”, y que “cuiden la naturaleza”.
Pensemos en esas dos realidades: la ignorancia de la cruz y las frases del Papa que hablan del amor al prójimo. Todo el mundo, más allá de las diferencias confesionales o de pensamiento, se sintió identificado con las expresiones y los gestos del Papa Francisco. Pero convengamos en que una cosa es estar de acuerdo con una verdad tan obvia como el deber de tratarnos bien, otra cosa es convertirla en conducta, y muy distinto aún es no excluir a nadie de ese trato, ni siquiera a los enemigos. ¿Creemos que el amor vence al odio, y que el buen trato es superior al maltrato? Desde luego, esa es nuestra convicción. ¿Por qué, entonces, hacemos justamente lo contrario de lo que creemos que es bueno, sabiendo además que es dañino para uno mismo y para los otros? Sabemos lo que deberíamos hacer, sin embargo hacemos lo que no quisiéramos hacer. Esa confusión es el resultado de haber ignorado la cruz de Cristo o de haberla convertido en un adorno.
Sin embargo y felizmente, hubo varias familias que en estos días han entronizado el signo de la Cruz de los Milagros en sus hogares. A esta devoción, se ha sumado el llamado ‘efecto Francisco’, que ha movido la fe de muchas personas y las ha acercado de nuevo a Dios y a la Iglesia. El impacto que producen las palabras y los gestos del Papa, son una gracia y un aviso para profundizar la fe. Esta se afianza sólo si la arraigamos en la Cruz de Cristo. Debemos estar atentos a la tendencia de quedarnos con una religión emocional que sólo nos haga sentir bien, una especie de Dios-spray, una esencia ‘nebulizada’ que se expande en el ambiente sin que se sepa bien qué es, dijo hace poco el Papa Francisco. La fe adulta, la que compromete todas las dimensiones de la vida –las privadas y las públicas–, se define ante la Cruz de Jesús, que representa el amor que se hace servicio hasta las últimas consecuencias. En ella encontramos la clave para escapar de la confusión de creer que el amor es igual a placer, y que el buen trato es apenas un intercambio de egoísmos complacientes.
Nos hace mucho bien escuchar que el Papa diga que nos tratemos bien. Pero la experiencia diaria nos advierte que eso no es una tarea tan sencilla. Observemos, por ejemplo, cuánto se ha metido la cutlura del “me las vas a pagar”. Sabemos que desquitarse está mal y que hace mucho daño tanto al que recurre a la venganza como el que la padece. El único resultado que se logra con ello es aumentar el sufrimiento y la violencia entre las personas. Sin embargo, irracionalmente adherimos a esa práctica en el maltrato a la esposa o viceversa; nos rige en la calle o sentado detrás de un volante; es cada vez más frecuente en la escuela tanto entre los alumnos, como de éstos con los maestros; se está incrementando en la vida pública generando malestar y dando mal ejemplo a la ciudadanía, cuando los que sirven al bien común deberían ser los primeros en dar ejemplo de buen trato entre ellos y con todos. Tratar mal al otro pretendiendo con ello alcanzar un bien, es caer en la vieja confusión de Caín, quien creyendo que si eliminaba a su hermano Abel, se vería libre de él, olvidando a su vez una verdad muy simple: Abel era, es y será siempre su hermano, le guste o no le guste. La sabiduría de la cruz nos enseña que para caminar juntos es necesario cargar sobre el hombro al hermano, como lo hizo Jesús con nosotros.
Para construir un fundamento que dé solidez a la convivencia fraterna entre las personas, no es suficiente promover un humanismo de buenas relaciones. Eso sería muy ingenuo. No hay que desconocer la tendencia al mal que padece el corazón del hombre y que de ello no puede liberarse por sí mismo. La Cruz cristiana nos recuerda que Dios se puso a nuestro lado, para aprender con él que amar es poner el hombro debajo de la cruz para llevarla juntos. El Dios cristiano es el Dios del amor hasta dar la vida.
"¿Cuántas veces?" -se preguntó el Papa Francisco- la gente dice que en el fondo cree en Dios, pero "¿en qué Dios?". El Papa Benedicto nos ayuda a pensar sobre Dios, cuando decía que “Nosotros querríamos ciertamente una omnipotencia divina según nuestros esquemas mentales y nuestros deseos: un Dios «omnipotente» que resuelva los problemas, que intervenga para evitarnos las dificultades, que venza los poderes adversos, que cambie el curso de los acontecimientos y anule el dolor”. Sin embargo, su omnipotencia se manifiesta de manera muy distinta: nos entrega como signo poderoso de su amor hasta el final a Jesucristo Crucificado y nos invita a abrazarlo. En ese abrazo que nos perdona y ama, aprendemos a tratar bien a todos, aun a los enemigos. La Santísima Cruz de los Milagros es para nosotros el signo más claro de que fuimos fundados en ese amor, creados y amados en esa omnipotencia de Dios, que se manifiesta sólo cuando respondemos al mal con el bien, a los insultos y agravios con el perdón, y al odio homicida con el amor que hace vivir.
En esa omnipotencia del amor creyó la Virgen María –nuestra tierna Madre de Itatí– hasta el final, hasta el extremo de permanecer de pie junto a la Cruz de su Hijo. Que su ejemplo nos anime a tratarnos bien entre nosotros y jamás devolvamos mal por mal; y que por su maternal intercesión nos veamos libres de todos los peligros. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes


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