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 Homilía para el Jueves de la Cena del Señor

 Iglesia Catedral, 28 de marzo de 2013

 Con esta celebración, que la liturgia llama Jueves de la Cena del Señor, iniciamos el Triduo Pascual, que culmina el Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor. Al iniciar esta Misa, damos por concluido el tiempo de Cuaresma, durante el cual nos fuimos preparando nuestro espíritu para vivir estos tres días: Jueves Santo, con la celebración de la Cena del Señor, luego el Viernes Santo con la memoria litúrgica de la Pasión del Señor y, finalmente, con el Domingo de Pascua. Son los días más santos del año, en los cuales la Iglesia hace presente la pasión, muerte y resurrección del Señor.
Vayamos a la celebración de hoy y acompañemos a Jesús en la Última Cena, ayudados por el relato del lavatorio de los pies que describe el Apóstol san Juan. Él es el único evangelista que describe esa conmovedora escena. En cambio, los otros tres evangelistas narran la institución de la Eucaristía, cuando Jesús tomó el pan, lo bendijo y lo dio a sus discípulos diciendo «Esto es mi Cuerpo», y lo mismo hizo luego con el cáliz. Hoy hemos escuchado esas palabras en la primera carta de san Pablo a los Corintios, un texto que se apoya en la tradición de las primeras comunidades cristianas, que recibieron el mandato de Jesús dado a los apóstoles durante la Última Cena.
Antes de ir al lavatorio de los pies, es importante saber que los acontecimientos que narran los evangelistas son verdades basadas en hechos reales y no leyendas para que la gente asimile un código de valores. “Se trata de una historia que ha sucedido sobre la faz de la tierra –afirmó el Papa Benedicto XVI en su segundo libro sobre Jesús de Nazaret– y añadió que “si Jesús no dio a sus discípulos su cuerpo y su sangre bajo las especies del pan y del vino, la celebración eucarística quedaría vacía, sería una ficción piadosa, no una realidad que establece la comunión con Dios y de los hombres entre sí” (BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. De la Entrada de Jesús en Jerusalén hasta la Resurrección, Ed. Encuentro, Madrid, p. 126) . Por eso, el Sacrificio eucarístico que celebran los sacerdotes no es un acto de devoción que ellos repiten recordando lo que Jesús hizo en la Última Cena. Es la actualización del único y mismo Sacrificio de Cristo. Cuando el sacerdote celebra, Cristo celebra. Esta es la fe humilde la Iglesia de todos los siglos, fe a la que también nosotros deseamos adherirnos con todo nuestro ser y obrar.
Vayamos ahora al lavatorio de los pies. El evangelista abre la narración con la ‘hora’ de Jesús. Afirma que Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre. ¿Qué significa que a una persona le ‘llegó la hora’? Ante la inminencia de un alumbramiento, por ejemplo, decimos que a una madre ‘le llegó la hora de dar a luz’. Con esa expresión queremos decir que ha llegado el momento decisivo y que ya no se puede dar marcha atrás o un paso al costado. El instante se precipita determinando para siempre lo que vendrá después. Ésa es la hora de Jesús y él es consciente de lo que sucederá luego y acepta libremente cumplir la voluntad del Padre. En su oración al Padre exclama: «Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique a ti». A esa ‘hora’ se refiere el evangelista cuando empieza el relato del lavatorio de los pies.
Se trata de un gesto que Jesús realiza en la hora determinante de su vida para transmitir un mensaje elocuente y categórico: el poder de Dios se manifiesta en el servicio humilde al hombre. Este gesto dejó estupefactos a sus discípulos y aún hoy sigue impactando con mucha fuerza en el pensamiento y la conducta de los hombres. No es fácil imaginar a un Dios servidor, menos aún a un Dios con un delantal puesto a la cintura. Más de uno lo preferiría con la espada o el látigo para hacer justicia. Sin embargo, para perplejidad y asombro de todos, Dios se presenta inclinado hasta los pies de cada hombre para mostrarle en qué consiste el camino de la verdadera humanidad. La hora de Jesús, que está como anticipada en este signo de profunda humildad y servicio, adquiere verdadera luz y dimensión solo si la contemplamos desde su pasión, muerte y resurrección. Si descuidáramos esa perspectiva, lo único que nos quedaría del lavatorio de los pies sería un emotivo gesto de compasión hacia el prójimo, que tiene su propio valor, pero estaríamos aún lejos de comprender lo que Dios hizo por nosotros. Para penetrar en el maravilloso misterio de ese gesto, es preciso contemplar a Aquel que lo protagonizó. Si nuestra mirada creyente no se fija en Jesús, el Hijo de Dios, que es quien lava los pies a sus discípulos, nuestra inteligencia no capta el verdadero núcleo del misterio cristiano.
Cuando el Apóstol Pedro se dio cuenta de lo que Jesús hizo con él, le pidió que lo lavara entero. También el Apóstol Tomás, el descreído, cayó de rodillas cuando Jesús le dijo que tocara los signos de la pasión en su cuerpo, y exclamó profundamente impresionado: «Señor mío y Dios mío». El verdadero lavatorio de nuestra vida tiene lugar cuando de corazón le suplicamos a Jesús que lave a fondo la suciedad de nuestra vida. Hasta que no reconozcamos con sinceridad que no podemos salvarnos por nosotros mismos y que solo Dios puede restaurar nuestra vida, estaremos reproduciendo la falsa modestia de Pedro, cuando Jesús se acercó para lavarle los pies y él reaccionó diciendo: «No, ¡Tú jamás me lavarás los pies a mí!».
Esa actitud de Pedro se refleja cuando vivimos al margen de Dios y recurrimos a él sólo cuando lo necesitamos, o cuando pretendemos quitarlo de la vida pública o, a lo sumo, tolerarlo como algo que pertenece a la vida privada de los individuos. Un Dios que se presenta con una toalla atada a la cintura, que no acepta los falsos arreglos que le propone Pedro, sino que se pone al servicio de los hombres hasta las últimas consecuencias, pareciera ser una figura que molesta. La limpieza que propone Jesús es una recia invitación a todos, especialmente a los que se nos ha conferido alguna autoridad en función del bien de la gente, a dejarse ‘lavar’ y así convertir toda nuestra vida en un real servicio a los otros. “Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio”  (PAPA FRANCISCO, Homilía en el inicio del ministerio petrino, 19 de marzo de 2013), fue una de las afirmaciones contundentes del Papa Francisco. En ese sentido, la cultura cristiana acuñó con mucha sabiduría el término ‘sacerdocio’ para expresar el verdadero alcance que debe tener la vocación de servicio a la que está llamado todo hombre que viene a este mundo.
Esta celebración del Jueves de la Cena del Señor finaliza con el traslado del Santísimo Sacramento a ese lugar especial que se preparó para la reserva y la adoración. La adoración tiene hoy un significado de visible continuidad con la Eucaristía, motivada por la representación de lavatorio de los pies. Todo nos interpela a vivir no ya para nosotros mismos, sino para Jesús que murió y resucitó por nosotros. Solo Él puede limpiarnos y devolvernos el gozo de su amistad, para anunciarlo con valentía mediante la palabra y sobre todo con nuestro testimonio. Que la tierna presencia de María Santísima nos acompañe en la espera serena y confiada de la Resurrección del Señor. Amén.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

NOTA: A la derecha d ela página, en texto completo en formato de wrd: HOMILIA


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