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 Homilía en la fiesta de la Sagrada Familia


 En el espíritu de la Navidad, la Iglesia nos invita a vivir con gozo la fiesta de la Sagrada Familia, constituida por Jesús, María y José. Con esta propuesta, nuestra mirada se dirige espontáneamente a Dios y lo contempla en su profunda y extraordinaria dimensión trinitaria: nuestro Dios no es un dios solitario y aislado, sino una maravillosa comunión de amor, cuya transparencia se refleja en la Sagrada Familia. Como todos los años, con ocasión de esta fiesta, nos reunimos para celebrar el don del matrimonio y la familia. Además, este año hemos unido a esta celebración la clausura de la “Misión por la Vida”, que se inició en Itatí el 10 de octubre, durante el Encuentro del Pueblo de Dios. Al finalizar esta santa Misa, se realizará el envío de los grupos misioneros que irán a compartir la alegría de su fe con otras comunidades.
En esta celebración tenemos tres grandes realidades de nuestra vida cristiana: el matrimonio y la familia, la vida y la misión, las tres íntimamente vinculadas entre sí. El matrimonio, conformado por el varón y la mujer, es el lugar natural para la vida humana, que se constituye en su principal misión. La Iglesia, como familia de Dios, es también el lugar propio donde se manifiesta la vida de Dios, y se convierte en misión de transmitirla a los otros. Es bueno que nos detengamos en cada una de esas tres realidades.
La Familia
Vayamos a la Palabra de Dios. En el libro del Génesis vemos a Abraham preocupado porque no tiene descendencia. Se mira a sí mismo y a su esposa Sara y concluye, a partir de los hechos, que no tiene capacidad para generar vida. Así sucede cuando la mirada de los hombres se dirige sólo hacia abajo, y no se ven más que a sí mismos. También hoy, como en todos los tiempos, hay ideologías que se cierran a una visión trascendente de la vida, y miran sólo hacia abajo. En esa dirección exclusiva, la visión se reduce: la mujer se convierte en un mero individuo que debe liberarse del dominio del varón; el varón termina rebajado únicamente en alguien que oprime a la mujer. La emancipación se convierte en la única clave para comprender la pareja humana. A partir de esa mirada reductiva que mira sólo hacia abajo, no hay lugar para vínculos de reciprocidad, de amor, de vida y de libertad. De ese modo, desaparecen dos realidades propias y sustanciales de la identidad del varón y la mujer: la paternidad y la maternidad, realidades que sólo pueden desarrollarse si se promueven los vínculos de respeto recíproco, de amor fiel y de una generosa apertura a la vida.
Ante la tentación que acecha a Abraham de quedarse con una mirada térrea y por lo tanto bastante gris y opaca, Dios lo llevó “hacia afuera” y lo invitó a mirar “hacia arriba”: “Mira hacia el cielo, cuenta las estrellas, así será tu descendencia” (Gen 15, 5). Hay que salir del estrecho círculo de uno mismo para ver mejor. La tentación de las ideologías es empequeñecer el horizonte e, inevitablemente, también sofocar la vida. En cambio, Abraham, dice la Escritura, creyó en el Señor y el Señor se lo tuvo en cuenta. Miró hacia arriba y vio con una luz nueva su propia vida y la de su mujer Sara, y le encontró sentido y misión a su existencia. Ambos descubrieron la belleza de su paternidad y maternidad, cuando levantaron la mirada hacia Dios y le dieron cabida en sus vidas. Así Dios los bendijo con una descendencia numerosa, que es la mayor riqueza que puede tener la pareja humana.
No hay que tener miedo de presentar, en toda su pureza, el ideal del matrimonio y de la familia cristiana. Es mucho más hermoso, atractivo y beneficioso, que cualquier otra propuesta que ofrece establecer relaciones ocasionales, sin compromiso y con el único fin de obtener placer. Un placer que nunca alcanza a satisfacer los anhelos más profundos del ser humano. La belleza de la castidad, como propuesta para los jóvenes que se preparan al matrimonio; el valor de la fidelidad matrimonial y la apertura a la vida, brindan muchas más ventajas y beneficios a las personas y a la sociedad, que la liberalización y desenfreno que se difunde ampliamente por los medios. Por ello, en el mensaje navideño decíamos que son necesarias políticas de estado y actitudes personales, que favorezcan efectivamente a nuestras familias. Si lo único que sabemos decirles a nuestros jóvenes, como política de educación sexual, es “disfrutá pero cuidate”, entonces no esperemos de ellos varones y mujeres con grandes ideales de servicio, de amor desinteresado, de atención a los más débiles…, sino más bien, seres humanos tiranizados por sus propios instintos, egoístas y al fin de cuentas, tristes e infelices.
En cambio, en la familia de Nazaret, tenemos el primer modelo de la fascinante propuesta que Dios brinda a la familia humana. Ese espléndido proyecto de amor entre el varón y la mujer crece y madura cuando ambos se dejan llevar por Dios “hacia afuera” y aceptan levantar la vista “hacia el cielo”. Entonces, como la familia de Nazaret, en torno a la presencia de Jesús y gracias a su mediación, todos viven en relación filial con Dios que transforma también las relaciones interpersonales”, afirmó en estos días el Papa Benedicto XVI.
La Vida
La vida humana está en estrecha relación con el matrimonio y la familia. En preparación al VII Encuentro Mundial de las Familias, que se realizará a fines de mayo del año próximo, en Milán, se ofrecen catequesis sobre la familia, donde leemos, por ejemplo, que el hombre y la mujer que se aman, con todo su ser, son la cuna que Dios ha elegido para depositar su amor, a fin de que cada hijo y cada hija que nacen en el mundo puedan conocerlo, acogerlo y vivirlo, de generación en generación, alabando al Creador. Mientras los cónyuges se donan totalmente el uno al otro, juntos se donan también a los hijos que podrían nacer. Pero esa dinámica del don se empobrece cada vez que se hace un uso egoísta de la sexualidad, excluyendo toda apertura a la vida. El matrimonio, vivido de “cara a Dios” se convierte en terreno bueno, donde se siembra la vida humana, brota y sale a luz. La pareja humana, acogiéndose mutuamente y acogiendo al Otro, realiza su destino al servicio de la vida, participa de la obra creadora de Dios y recorre gozosa el camino hacia la santidad.
Desde esa íntima vinculación que tiene la familia con la cultura de la vida, retomemos la sabiduría que encierran las palabras de la encíclica “El Evangelio de la Vida” del Papa Juan Pablo II, allí donde dice que “la familia está llamada en causa a lo largo de la vida de sus miembros, desde el nacimiento hasta la muerte. La familia es verdaderamente «el santuario de la vida…, el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a los cuales está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano». Por eso, el papel de la familia en la edificación de la cultura de la vida es determinante e insustituible. Son palabras de mucha gravedad y advertencia ante la agresión sistemática que padece la institución familiar. No es de extrañar que el próximo objetivo esté dirigido a hacia la eliminación de la vida humana en su expresión más frágil e indefensa. Este modo de tratar la familia, cuna natural donde la vida humana nace y se desarrolla, y a la mujer, cuyo cuerpo es el lugar natural donde se siembra la vida, no anticipa un mundo donde se respete, se ame y se cuide la vida humana y, en consecuencia tampoco, presagia mayor cuidado y respecto por la vida y el ambiente.
Sin embargo, ante este panorama, que aparece más bien sombrío y preocupante, debemos destacar la tarea que se ha realizado durante el “Año de la Vida”. Gracias a la dedicación y generosidad de los miembros de la Comisión, que se conformó al respecto, hubo innumerables conferencias y debates sobre el valor y la dignidad de la vida humana desde el momento de la concepción y hasta su término natural. Lo hemos relevado en el mensaje navideño con estas palabras: “Con ustedes, hombres y mujeres de Corrientes, tierra bendecida por Dios con el Evangelio de la vida y de la familia, nosotros, sus Obispos, compartimos la alegría y la esperanza por la reciente declaración de nuestra provincia a favor de la vida desde la concepción hasta la muerte natural. Declaración que fue precedida por pronunciamientos de las Cámaras de Diputados y Senadores. A esta iniciativa se fueron sumando numerosas comunas y continúan sumándose otras muchas más.”
La Misión
El envío misionero que realizaremos en esta Misa a los grupos que irán a misionar, nos debe hacer pensar en la misión que es propia de toda la Iglesia y de todos en la Iglesia. La misión está estrechamente unida a la vida, porque el Dios que predicamos es un Dios de vivos y no de muertos, dice la Escritura. Un Dios amante de la vida, por eso se manifestó en Cristo, que es la Vida misma. En Aparecida decíamos que necesitamos convertirnos a Cristo, ser sus discípulos y misioneros, para que nuestros pueblos en Él tengan vida. Los primeros que debemos dejarnos “misionar”, es decir evangelizar y convertir, somos nosotros mismos. Somos nosotros los que necesitamos descubrir de nuevo que es maravilloso creer en Cristo y formar parte de su Iglesia, y que de ese modo nos sentimos vivos, alegres y con muchos deseos de compartir con otros el don de la fe.
El “Año de la Fe” que nos propuso el Papa, deberá llevarnos a una profunda renovación en el modo de ser cristianos, para llevar a los demás la alegría de la fe y, al mismo tiempo, transmitirles que creer es hermoso y que es hermoso ser para los demás, les dijo el Santo Padre la semana pasada a los miembros de la Curia romana, con ocasión de las felicitaciones navideñas. Allí mismo, recordando la experiencia que tuvo con los jóvenes en Madrid, dijo: “la fe alegra desde dentro”. Esa fe me da la certeza de que Dios me ama y se alegra de que yo exista. La misión de la Iglesia es compartir con todos los hombres y mujeres de buena voluntad la verdad, la belleza y la bondad de la fe en Cristo. Hoy vamos a realizar el envío de los grupos misioneros para que lleven y compartan, en nombre de la Iglesia, el mensaje de vida, de alegría y de paz que nos da la fe.
Para concluir, los invito a que dirijamos otra vez la mirada a la familia de Nazaret. No nos cansemos de contemplar en ella la hermosura de vida y de misión que Dios nos regala. Ella es el primer modelo de la Iglesia y el icono de la iglesia doméstica, que es la familia. En ella se destaca la ternura de Dios que se derrama sobre la humanidad a través de María, Tiernísima Madre de Dios y de los hombres. A ella nos acogemos y con Ella suplicamos por todas las familias, especialmente por las que sufren; por las mujeres embarazadas y por el hijo que gestan en sus entrañas, para que progresando en el conocimiento y amor de su Divino Hijo Jesús, y con la ayuda de su gracia, empeñemos toda nuestra inteligencia y voluntad en amar, defender y cuidar la vida como el don más hermoso que hemos recibido de Dios. Así sea.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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