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 Homilía para el Diaconado de Antonio Salvador Pablo De Iacovo
y el Lectorado de Juan Martín Alderete
Bella Vista, 23 de octubre de 2011

 

 Hoy, Día del Señor, nos hemos reunido alrededor del altar para escuchar su Palabra y recibirlo en la Eucaristía. En este clima de fe y oración, vamos a conferir el ministerio del Diaconado al acólito Antonio De Iacovo y el ministerio del Lectorado al seminarista Martín Alderete. Pero antes de detenernos a considerar estos servicios en la Iglesia, vayamos a la Palabra de Dios que acabamos de proclamar. La Iglesia, como “casa de la Palabra”, es el ámbito privilegiado en el que Dios nos habla. Él habla hoy a nuestra vida, habla a su pueblo y espera que lo escuchemos y le respondamos.
La primera lectura del libro del Éxodo habla de la preocupación por los más débiles y por la recta administración de la justicia, en particular acerca de los préstamos, que ya en aquel tiempo hacían sufrir a la gente pobre. Podríamos resumir esta lectura diciendo así: Dios escucha el clamor del pobre y no es indiferente a sus padecimientos. Por eso, el que ama a Dios debe hacer como Él: reflejarlo en el trato que tiene con su prójimo. El texto bíblico que escuchamos muestra a un Dios celoso de la atención que se les brinda a los pobres, en particular cuando se trata de la usura que convierte el préstamo en una esclavitud insoportable para los individuos y para los pueblos. No se puede ser amigo de Dios y al mismo tiempo un oportunista interesado que se aprovecha de los otros.
El Evangelio apunta en la misma dirección: no hay que separar el Amor a Dios y el amor al prójimo. Cuando los entendidos en la ley le preguntan a Jesús por el mandamiento más importante, Jesús les hace ver que en la Ley lo más importante es el amor a Dios y al prójimo. Por eso, en otra ocasión, Jesús dice: “Si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda”. Sin embargo, hay un mandamiento que es principal y el otro es semejante, se le parece mucho y está subordinado al principal. Porque el amor a Dios es el mandamiento principal y en ése mandamiento se fundamenta el amor al prójimo. Por eso, el amor a Dios debe expresarse con toda el alma, es decir con la vida entera; con todas las fuerzas, es decir, con todo lo que tengo, porque así lo hizo y lo hace Dios por nosotros: Él en Jesús se entrega totalmente por nosotros.
Pero, ¿se puede amar a Dios a quien no se ve?, se pregunta el Papa en la encíclica Deus Caritas est? Y responde: “En efecto, nadie ha visto a Dios tal como es en sí mismo. Y, sin embargo, Dios no es del todo invisible para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance. Dios nos ha amado primero, dice la Carta de Juan (cf. 4,10), y este amor de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, pues «Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él » (1 Jn 4, 9). Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9). De hecho, Dios es visible de muchas maneras. En la historia de amor que nos narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente. El Señor tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía. En la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor (…) La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío. Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73 [72], 23-28)".
Dios es la verdadera fuente de la alegría y del servicio. Esto nos introduce en el clima espiritual del Diaconado que será conferido hoy a Antonio De Iacovo, y del Lectorado que recibirá el seminarista Martín Alderete. Ambos servicios está íntimamente ligados a la Palabra de Dios y a la Eucaristía, fuente y cumbre de nuestra vida cristiana. La proclamación de la Palabra de Jesús es siempre una invitación a sacudir nuestra pasividad y recuperar la pasión del Amor a Dios y la entrega incondicional a Él en el servicio al prójimo. Podríamos decir que es un servicio a los dos amores: A Dios y al prójimo, inseparables y complementarios. En la última carta del Papa leemos que un “elemento que distingue la espiritualidad diaconal es la Palabra de Dios, de la que el diácono está llamado a ser mensajero cualificado, creyendo lo que proclama, enseñando lo que cree, viviendo lo que enseña”. Y en otra parte advierte que “La Palabra de Dios es indispensable para formar el corazón de un buen pastor, ministro de la Palabra. Los obispos, presbíteros y diáconos no pueden pensar de ningún modo en vivir su vocación y misión sin un compromiso decidido y renovado de santificación, que tiene en el contacto con la Biblia uno de sus pilares.”
La escucha humilde de la Palabra de Dios, a ejemplo de María, discípula perfecta en esa escucha y obediencia, los fortalecerá en la misión de servicio para la cual Antonio será consagrado diácono y Martín instituido Lector. Veamos el servicio que el diácono va a desempeñar en la Iglesia. El don del Espíritu Santo lo va a fortalecer para que ayude al Obispo y a su presbiterio, anunciando la Palabra de Dios, actuando como ministro del altar y atendiendo las obras de caridad como servidor de todos los hombres, especialmente de los miembros más débiles y excluidos de la mesa de los bienes comunes. Como ministro del altar proclamará el Evangelio, preparará el sacrifico de la Eucaristía y repartirá el Cuerpo y la Sangre del Señor a los fieles. También podrá dirigir las celebraciones litúrgicas, administrar el bautismo, autorizar y bendecir los matrimonios, llevar el viático a los moribundos y presidir las exequias. Por su parte, mediante el ministerio de Lectorado, la Iglesia capacita a los miembros que se preparan para las sagradas órdenes, sobre todo para proclamar la Palabra y para anunciar la Buena Noticia de la Salvación a los hombres. El que es instituido Lector, está llamado a comprender y gustar los misterios de Dios, y acompañar a otros para que experimenten la dicha de conocer a Cristo y seguir sus pasos.
Queridos Antonio y Martín: todo ministerio en la Iglesia nos acerca más al altar de la comunión y la misión, en particular mediante el ministerio del Orden sagrado. El altar es la mesa en la que escuchamos la misma Palabra de Dios y nos alimentamos del mismo Pan, Cuerpo de Cristo. Deberán unirse cada día más estrechamente a él, para darse generosamente en el servicio a sus hermanos. En esa íntima unión encontrarán la fuerza para llevar a cabo su misión. Con la ayuda de Dios obrarán de tal manera que en todas partes los reconozcan como discípulos de Aquel que no vino a ser servido sino a servir, para que al fin de los tiempos puedan escuchar de sus labios: “Bien, servidor bueno y fiel, entra a participar del gozo de tu Señor”. Así sea.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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