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 Homilía en la Misa del XVIII Encuentro del Pueblo de Dios
Y clausura del Cincuentenario Arquidiocesano
Itatí, 10 de octubre de 2011

 

 En el contexto espiritual del XVIII Encuentro del Pueblo de Dios estamos celebrando la clausura del Jubileo Arquidiocesano, agradecidos por el quincuagésimo aniversario de elevación de la diócesis de Corrientes a arquidiócesis. En efecto, el 10 de abril de 1961, su Santidad el beato Juan XXIII firmaba la bula de creación del Arzobispado de Corrientes, nombrando a su primer arzobispo en la persona de Mons. Francisco Vicentín, quien había sucedido a Mons. Luis María Niella, primer obispo de Corrientes. Hacemos una piadosa y agradecida memoria de ellos y de Mons. Jorge Manuel López y Fortunato Antonio Rossi, que los sucedieron y que ahora descansan en Cristo. Con nosotros está Mons. Domingo Salvador Castagna, cuarto arzobispo (quinto obispo diocesano), quien gobernó la arquidiócesis desde el año 1994 hasta que llegó al límite de edad para desempeñar ese servicio, pero no al límite de su entrega y generosidad apostólica, que lo distingue y que enriquece espiritualmente, no sólo a nuestra Iglesia local, sino a muchas otras que lo solicitan permanentemente para diversos servicios pastorales.
Cabe recordar que el mismo día de la elevación de la diócesis de Corrientes a arquidiócesis, fueron creadas las diócesis hermanas de Goya y de Iguazú, que este año celebran sus jubileos respectivos. Ambas, junto a la diócesis de Posadas, se constituían como las primeras Iglesias sufragáneas de la nueva arquidiócesis. Con el paso del tiempo y el progreso material y espiritual de la región, se crearon las diócesis de Santo Tomé y de Oberá. Por ello, cuando inaugurábamos el Cincuentenario arquidiocesano, el domingo 10 de abril de este año, día en que se cumplían los 50 años de elevación de nuestra diócesis a arquidiócesis, decíamos que queríamos unirnos a esas Iglesias, hijas y hermanas nuestras, en una petición común que había sido preparada para el momento de la oración de los fieles. Como lo hemos manifestado entonces, también hoy reiteramos nuestro afecto colegial y los lazos de comunión que nos unen a esas Iglesias, en la gozosa confesión de un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo; un solo Dios y Padre de todos. (cf. Ef 4,5-6).
El Año cincuentenario nos brindó una ocasión propicia para agradecer, orar y pensar sobre la “Iglesia arquidiocesana: misterio de comunión misionera”. La Iglesia, misterio de comunión y misión, tiene una especial importancia cuando se refiere a una arquidiócesis metropolitana, como es la nuestra. Una Iglesia metropolitana significa que a partir de ella se crearon otras Iglesias, tal es el caso de Posadas, Goya, Iguazú, Santo Tomé y Oberá. De esta forma, la Iglesia metropolitana adquiere con esas Iglesias vínculos de filiación y hermandad. En cierto modo, somos una Iglesia madre de otras Iglesias y, en ese sentido, también poseemos una especial responsabilidad para la comunión con la Iglesia de Roma y el Romano Pontífice. Esto nos hace pensar que todo ministerio y servicio en la Iglesia debe servir para afianzar la comunión y fortalecer la misión.
La Iglesia es la “Casa de la Palabra”, recordó el Papa Benedicto XVI en su exhortación Verbum Domini. Estamos aquí convocados por la Palabra de Dios. En esta “Casa”, la Palabra “viene a los suyos” para que sea acogida y vivida en la misión. Queremos recibirla y dejarnos plasmar por esa Palabra, como lo hizo María. Con esa disposición interior, recordemos lo que escuchamos hace un momento en el Evangelio. Jesús exhorta a sus discípulos a permanecer en su amor: “Permanezcan en mi amor” (Jn 15,9). Pero su exhortación no queda allí, inmediatamente se transforma en mandato: “Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros” (Jn 15,17). El que obedece los mandatos de Jesús experimenta una libertad y felicidad que jamás podría imaginar. En realidad sólo el que obedece es verdaderamente libre y feliz. Escuchemos de nuevo la hermosa promesa que Jesús nos hace: “Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto. Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado” (Jn 15,10-13). La ley suprema en la Iglesia es el amor, porque “Dios es Amor” (Jn 4,16).
Jesús mismo nos revela que el amor viene de Dios: “Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes” (Jn 15,9). Por eso, la Iglesia es misterio de comunión y misión, porque hunde sus raíces precisamente en la vida de Amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Todo lo que ella es, tiene que reflejar a Dios, sobre todo a través de la vida de sus miembros, empezando por el testimonio de vida de los ministros sagrados y los agentes de pastoral. La Iglesia será más misionera y más creíble en la medida que sea una verdadera comunión de creyentes, donde todos estén dispuestos a ese “amor más grande que es dar la vida por los amigos”. Una Iglesia de hermanos y hermanas que se hacen cargo los unos de los otros y juntos se empeñan en socorrer al que padece necesidad; de fieles laicos, agentes de pastoral, personas consagradas, diáconos permanentes, los que, junto con sus sacerdotes y a su obispo, sienten la alegría de pertenecer a la Iglesia, y por eso todos se interesan, participan y colaboran activamente en la liturgia, en la catequesis, y en las diversas formas de caridad y solidaridad con el prójimo; se muestran generosos y disponibles para integrar los consejos parroquiales y diocesanos; se disponen con buen ánimo a participar en las actividades de los decanatos y de la arquidiócesis, y en las acciones que se organizan en la región y a nivel nacional; que son diligentes en aprovechar todas las ocasiones para la formación permanente; y, finalmente, como fruto de esa comunión y compartir, todos sienten una profunda inquietud misionera de llevar a otros esa experiencia de ser Iglesia y llegar hasta los más alejados. Hoy los alejados no están lejos: bien pueden ser los vecinos de la parroquia o de la capilla, o de la propia casa o departamento donde habitamos; también pueden parientes, amigos o compañeros de trabajo. Hermanos, que resuenen en nuestros corazones, con toda su potencia, las palabras que dirigió san Pablo a los cristianos de Roma: “¿Y cómo creer, sin haber oído hablar de él? ¿Y cómo oír hablar de él, si nadie lo predica? ¿Y quiénes predicarán, si no se los envía? Como dice la Escritura: ¡Qué hermosos son los pasos de los que anuncian buenas noticias!” (Rm 10,14-15).
Al concluir el Jubileo arquidiocesano, con las palabras del profeta Isaías, también nosotros expresamos nuestro profundo agradecimiento y alabamos al Señor recordando sus inmensos favores, y por todo el bien que Dios hizo en su gran bondad hacia nuestra Iglesia, y por todo el bien que nos hizo en su compasión y en la abundancia de su misericordia (cf. Is 63,7). Hoy, en la “Casa de la Palabra”, bajo el amparo de Nuestra Madre de Itatí, renovamos el firme compromiso de ser discípulos de su Hijo y le suplicamos que nos enseñe la audacia evangélica de la misión. Que entre las prioridades de nuestra misión se destaque el valor sagrado de la vida humana y su cuidado desde la concepción, durante todas las etapas de su desarrollo y hasta la muerte natural. Con ese fin, vamos a dar inicio a la “Misión por la vida”, acerca de la cual se hablará más al final de esta Misa. Queremos que esa audacia misionera se distinga sobre todo por la cercanía respetuosa y cordial con todos, que favorezca los vínculos de amistad y de responsabilidad compartida, porque toda misión cristiana debe reflejar el estilo de Jesús, donde lo que más importa es el “como” lo vamos a hacer, para que todo lo que hagamos transmita lo fundamental: la bondad de Dios.
Una vez más, nuestra mirada se dirige a María, tiernísima Madre de Dios y de los hombres. En nuestro corazón sentimos que Ella nos acoge bajo su manto, y nos susurra al oído las palabras de su Hijo: “No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero”; y, al mismo tiempo, con infinito amor de Madre, nos señala la santísima Cruz, de la que brotan fuentes de vida y de felicidad, que nos fueron aseguradas por las palabras del mismo Jesús: “Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto” (Jn 15,11). Que así sea. Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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