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 Homilía en la solemnidad de Nuestra Señora del Rosario
Corrientes, 7 de octubre de 2011

 

 Con inmenso gozo celebramos hoy la solemnidad de Nuestra Señora del Rosario, con el doble título de patrona de esta Iglesia catedral y fundadora de la Ciudad de Corrientes. En efecto, el mismo día en que el Adelantado Juan Torres de Vera y Aragón funda la ciudad de las Siete Corrientes, el 3 de abril de 1588, la coloca bajo el amparo de Nuestra Señora del Rosario. En el acta capitular del 26 de septiembre de 1661, a los 73 años de la fundación de la ciudad, cuando se padecía una severa sequía en esta región y estaban a punto de perderse los trigales y demás plantaciones, los cabildantes resuelven que “se lleve la Madre de Dios, del Rosario, en procesión a la ermita de la Cruz del Milagro, que es la antigüedad antigua, en concurso de todo el pueblo adonde esté nueve días rogando y suplicando a su preciosísimo Hijo, se apiade de este pueblo y sus criaturas.” Esos cabildantes, hijos de los primeros pobladores de estas tierras, comprendieron dos cosas fundamentales de la fe cristiana: primero, que en la Cruz del Milagro se resume el misterio de amor que une íntimamente a la Madre de Dios con su preciosísimo Hijo; y segundo, que la fe en Jesucristo era la principal fuerza que los impulsaba a superar enormes dificultades. En este tiempo de incertidumbres y de pérdida de valores, es muy importante rescatar la fe en Jesucristo y la devoción a su Madre la Virgen María, presentes en el acto fundacional de nuestra ciudad bajo el signo de la Cruz del Milagro y la imagen de Nuestra Señora del Rosario. Gracias a ellos, ese pueblo nuevo, amante de la vida y de la familia, fue creciendo en libertad y edificando su convivencia en el respeto y la amistad. Hoy, providencialmente, la Santísima Cruz de los Milagros está expuesta a la veneración de los fieles en esta Iglesia catedral, junto a la imagen de Nuestra Señora del Rosario.
La advocación mariana del Rosario es muy antigua, pero tomó carácter universal en el año 1571, unos pocos años antes de la fundación de nuestra Ciudad, cuando el papa San Pío V atribuyó la victoria de Lepanto a la intercesión de la Santísima Virgen, invocada por medio del Santo Rosario. Esa victoria, que salvó de graves amenazas para la fe de los cristianos, está estrechamente vinculada con la defensa y el cuidado de la vida. Algo similar sucedió en los orígenes de la fundación de Corrientes. Los historiadores son unánimes en reconocer que hubo numerosas tribus, con miles de guerreros, decididos a acabar con los nuevos habitantes que usurparon sus dominios. Sin embargo, contra todas las previsiones, depusieron las armas y se mostraron amigables y dispuestos a mezclar su sangre con la española. Así se fue condensando el alma correntina, abierta al misterioso y saludable signo de la Cruz, que hizo posible el milagro de un pueblo nuevo, fundado en el amor a la vida, a la libertad y al profundo respeto por el prójimo, que se manifiesta aún hoy por esa cálida acogida que brinda al visitante. Hoy nosotros, agradecidos por la fe que nos trasmitieron nuestros antepasados, nos encontramos como ellos ante el gran desafío de conservarla, vivirla con alegría y transmitirla a las nuevas generaciones.
El tesoro más preciado que tenemos es la fe en Cristo, en la Virgen y en la Iglesia. Como las tres patas de una mesa, que si falta una de ellas, la mesa deja de ser mesa y se convierte en un mueble destartalado e inútil. Esos tres pilares fundamentales: Cristo, la Virgen y la Iglesia, son indispensables para sostener una fe auténtica. Como en todos los tiempos, también hoy, a raíz de un fuerte individualismo que debilita los vínculos comunitarios, la fe corre el riesgo de convertirse en una cuestión meramente individual. No se puede ser creyente y vivir aislado de la comunidad. Sería como pretender ser correntino y renegar de la comunidad correntina: algo absurdo. La fraternidad abre al hombre al sentido cívico a su vocación comunitaria. Donde está Dios, allí hay un pueblo con futuro, donde los beneficios del desarrollo espiritual y material llegan a todos y nadie queda abandonado a su suerte.
Así comprendemos que la vocación a la santidad, a la que todos estamos llamados, significa entregarse al servicio del bien común según los principios cristianos, aportando a la vida de la ciudad hombres y mujeres cualificados, coherentes en su comportamiento, fieles al magisterio eclesial y orientadas al bien de todos. En este sentido, la Iglesia estimula fuertemente a los fieles laicos con las palabras del Papa “a vencer todo espíritu de cerrazón, distracción e indiferencia, y a participar en primera persona en la vida pública.” Pero si la vida de fe del cristiano no está fuertemente arraigada en la comunidad eclesial, ¿dónde experimenta esa dimensión más honda de la fraternidad, que se proyecta en el don gratuito y supera la mera coexistencia entre los seres humanos? La fe cristiana es un tesoro incalculable de vida y de humanidad, y nosotros tenemos hoy la enorme responsabilidad de vivirlo en plenitud y de empeñarnos en compartirlo y comunicarlo a las nuevas generaciones. ¡Esta es la misión que nos toca hoy a nosotros!
Nadie puede sentirse al margen del apremiante llamado que nos hace la Iglesia a ser santos y a asumir con audacia y responsabilidad el compromiso misionero. Una misión que deberá distinguirse sobre todo por un acercarse respetuoso y fraterno a la gente, a sus hogares, a su cultura y a su fe, para compartir con ellos el asombro y la alegría por la persona de Jesús y la belleza de su mensaje. “No tenemos otra dicha ni otra prioridad que ser instrumentos del Espíritu de Dios, en Iglesia, para que Jesucristo sea encontrado, seguido, amado, adorado, anunciado y comunicado a todos, no obstante todas las dificultades y resistencias. Este es el mejor servicio -¡su servicio!- que la Iglesia tiene que ofrecer a las personas y naciones”. (Aparecida, 14).
La misión se fortalece con la oración. La oración hace presente a Dios y la falta de oración nos aleja de Él. La devoción a Nuestra Señora del Rosario nos brinda un instrumento muy sencillo y práctico para rezar: el Santo Rosario. Rezar el rosario es tan simple como respirar. Es una oración que se hace sin pensar, como respirar. Nadie piensa en respirar, simplemente respira. El rosario es una oración que se repite y no cansa, como las palabras del que ama: cuando las palabras que se repiten cansan es signo de rutina, de falta de profundidad y de amor. ¿Quién se cansa de decir “te amo”, si ama de veras? La oración es, ante todo, una cuestión de amor y en el amor, la repetición no cansa nunca. Tantas veces sentimos que Dios está lejos, sobre todo cuando nos va mal. En las palabras del rosario está la Palabra de Dios: pronunciemos esas palabras y Dios se hará presente en nuestra vida. Su presencia trae paz, alegría y fortaleza para hacer frente a las dificultades de la vida. Además, en esa oración, hay palabras que abarcan la vida entera: hacen referencia al comienzo de toda vida humana, nos sitúan en el ahora de nuestra vida, y, finalmente, en la hora nuestra muerte. Es una oración de un realismo asombroso; tiene en cuenta el cuerpo y el espíritu, al ser humano entero: el cuerpo que nace, debe alimentarse y crecer y, al final, debe morir. Es una oración que nos ayuda a hacernos cargo de nuestra vida y de la vida de los otros, pero no solos, sino con la poderosa ayuda de la Santísima Virgen, cuando le pedimos: Ruega por nosotros, pecadores. Reúnanse para rezarla en las casas, en las plazas, en los templos. Es una excelente oración también para el camino y para los viajes. No lo duden, su recitación abre las puertas para que Dios entre en nuestra vida, en la vida de nuestra familia, de nuestra comunidad: con su presencia todo se ilumina con un nuevo resplandor.
La realidad se transforma con la presencia de Dios y se hace buena cuando la colocamos bajo su mirada: “Y vio Dios que era bueno” leemos en el relato de la Creación. Todo fue hecho por Él y para Él. Por eso, el hombre debe respetar y cuidar todo lo que Dios creado, sobre todo a sus semejantes, con quienes está llamado a establecer relaciones de amistad y de solidaridad. Como lo han hecho en muchas ocasiones nuestros antepasados, también hoy nosotros ponemos bajo el amparo de la Santísima Virgen María, venerada con el hermoso título de Nuestra Señora del Rosario, esta comunidad parroquial. Hoy le suplicamos muy especialmente para que la Ciudad de Corrientes y toda la Provincia sea un lugar donde la vida humana tenga prioridad absoluta y ningún interés sea superior al niño que se gesta desde la concepción, y de la madre que lo recibe en su seno.
Para concluir, felicitamos vivamente a las cámaras de Diputados y Senadores por haberse pronunciado públicamente en defensa y protección integral de la vida y la familia, en resguardo del derecho inalienable que tiene el niño a la vida como primer derecho humano, fuente y origen de todo lo demás y el derecho a la vida desde la concepción hasta la muerte natural, rechazando propuestas normativas, a la instrumentación de programas estatales o al financiamiento de acciones que, en forma explícita o implícita, atenten contra la vida, concluye la declaración de nuestros parlamentarios, declaración que nos llena de satisfacción por el alto sentido del derecho y de humanidad que trasluce el texto. Encomendamos al amparo de la Virgen del Rosario a las autoridades civiles y religiosas, a los educadores y trabajadores, a los niños y jóvenes, a las familias, a los enfermos y ancianos, para que todos cumplamos fielmente la misión que Dios nos ha encomendado y lleguemos, de la mano de María Santísima al Cielo, ese destino de vida plena y de felicidad que todos anhelamos. Que así sea. Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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