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 Te Deum
Corrientes, Iglesia de la Merced, 25 de mayo de 2011

 “Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”. (Mt 22,21)

 Nos hemos reunido para agradecer a Dios el don de la Patria y para rendir un justo homenaje a hombres y mujeres que, desde hace más de cuatro siglos, han entregado lo mejor de sus vidas para forjar la identidad de nuestro pueblo y construir la Nación. Con esta solemne oración nos unimos espiritualmente también a aquellos cabildantes, que el 25 de mayo de 1810, pidieron que se rezara el Te Deum, una ceremonia de alabanza y gratitud a Dios, que luego se fue realizando en forma ininterrumpida hasta nuestros días. Ellos sabían que Dios actúa siempre a favor de la vida de los hombres y de los pueblos. Sabían también que en él no hay separación ni confusión entre lo temporal y lo eterno, sino distinción y complementariedad. Por eso, en su modo de proceder aplicaron correctamente el axioma de Jesús: “Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”, cuando dieron un paso decisivo hacia la emancipación de nuestro pueblo y se lo agradecieron Dios. Sabían que Dios no se opone al César, en su carácter de representante del poder civil, sino a la corrupción de ese poder que amenaza la vida de su pueblo.
La sabiduría de Jesús: distinguir, integrar y enriquecer
La respuesta de Jesús a la tramposa pregunta que le hizo un grupo de fariseos y herodianos los dejó “maravillados”, dice el texto, en medio de sus oscuras intenciones. Acerca de aquella gente, un autor del siglo IV comenta que ellos “le interrogaban con palabras melosas, y le rodeaban como abejas que llevan miel en la boca y un aguijón en la espalda.” La sabiduría que hay en la respuesta de Jesús se comprende en clave de integración superadora: se trata de una respuesta que incluye por efecto de superación y no por descarte. Jesús no separa la realidad temporal de la realidad espiritual, tampoco las opone, sino que las distingue y a cada una le confiere su propia autonomía. Sólo así esas realidades pueden complementarse entre sí y enriquecer la convivencia humana. Por esa necesaria interacción que debe haber entre lo temporal y lo espiritual es razonable pensar, como enseña Benedicto XVI, que la responsabilidad ante Dios es decisiva en la acción política.
A este punto y en el contexto del Bicentenario de la Patria, es oportuno que hagamos una referencia al primer incunable del Río de la Plata que se conserva. Se trata del primer libro completo, escrito en guaraní, cuyo título es “De la diferencia entre lo Temporal y Eterno”, del P. Juan Eusebio Nierember, editado en las Misiones Jesuíticas de Loreto en el año 1705. Este material ofrece una contribución valiosísima para preservar nuestra cultura y educarnos, a ciudadanos y gobernantes, en el pleno respeto de la distinción y de la autonomía que existe entre lo que es del César y lo que es de Dios, para abrir el camino hacia un mundo más humano y más libre.
Hecha esta distinción, podemos afirmar que la responsabilidad ante Dios tiene una importancia decisiva para la correcta actuación política, cuyo ejercicio debe dar prioridad a la dignidad humana y el derecho a la vida en toda la legislación estatal; a respetar el matrimonio y la familia, fundamento de toda sociedad; como también a tratar con profundo respeto todo lo que es sagrado para los demás. Con este espíritu debemos releer la letra de la Constitución provincial, cuando en el Preámbulo invocamos a Dios y nos colocamos bajo su protección. Deberíamos preguntarnos qué significa y qué consecuencias tiene esa invocación; y cuál es la incidencia que tiene en la vida pública el hecho de colocarnos bajo la protección divina. De igual modo, cuando nombramos a Dios, deberíamos preguntarnos de qué Dios estamos hablando.
La razón exige coherencia de pensamiento: por ejemplo, si invocamos a alguien, se presume que el invocado exista, pero eso es todavía insuficiente; se espera, además, que con el invocado se pueda establecer una relación personal. Es más, si se lo invoca es porque se confía en él. Si no fuera así, si no hubiera seguridad de que Dios reaccionara realmente a favor de la vida de los hombres cuando ellos lo invocan, seríamos, como dice san Pablo “los hombres más dignos de lástima” (1Cor 15,19), es decir, hombres privados de inteligencia. Sin embargo afirmamos y creemos que Dios reacciona a favor de los hombres y que se trata de un Dios cercano. Pero su sola cercanía aún no es suficiente, no basta con estar cerca, es necesario poder escucharlo y hablar con él, conocerlo y establecer con él un vínculo personal.
Un Dios cercano y personal
En realidad, de nada nos serviría un Dios en el cielo, o donde quiera que estuviera, si no caminara codo a codo con los hombres y no tuviera un compromiso real con la historia de la humanidad. A un Dios distante seguramente no le importaría nuestra suerte y su existencia no suscitaría ningún interés. Sin embargo no es así. De hecho, nosotros lo invocamos y nos colocamos bajo su protección y así lo han hecho las generaciones que nos precedieron, porque tanto la inteligencia como el corazón, además de muchos otros signos, nos hablan de su presencia paternal y amiga, cercana y definitivamente comprometida con nuestro destino. Por eso, al inicio del documento “Hacia un Bicentenario en justicia y solidaridad” decimos que el amor de Jesús abraza todas las dimensiones de la existencia, todas las personas, todos los ambientes y todos los pueblos. Nada de lo humano le puede resultar extraño.
En realidad, es más razonable pensar en un Dios cercano que imaginarse un Dios que está quién sabe dónde. Es razonable, pero al mismo tiempo sorprendente. Lo que impacta y conmueve es el método, su estilo de acercarse a los hombres. Dios eligió un camino tan sorprendente e inaudito que pone en crisis nuestra inteligencia y, sobre todo, nuestro corazón. No hay mayor cercanía que ponerse en el lugar del otro. Dios, que se hizo visible en Jesús, se puso en nuestro lugar, es más, se ubicó en el escalón más bajo de la existencia humana, a fin de poder abrazar la vida de todos los hombres y de todo el hombre, con toda su degradación y suciedad. Sólo por amor y por un amor llevado hasta el extremo de dar la vida en la cruz, es posible una cercanía que llegue hasta las últimas consecuencias. Nosotros nos hemos puesto bajo la protección de ese Dios. Por eso decimos que Jesucristo es la respuesta total, sobreabundante y satisfactoria a las preguntas humanas sobre la verdad y el sentido de la vida.
El Dios de Jesucristo es una realidad que atraviesa todas las dimensiones de la vida humana, la privada y la pública. Esto lo comprendieron muy bien los hombres y mujeres que nos legaron el don de la Patria, cuando enseñaban a sus hijos a rezar, se rezaba en la escuela, rezaban los batallones patrióticos, se encomendaban al patronazgo de la Santísima Virgen María y le juraban fidelidad. La fe en el Dios de Jesús les daba conciencia de su dignidad y los fortalecía en la lucha por su libertad. Nuestros orígenes, que se remontan a más de cuatro siglos, y luego la gesta libertadora que se inició hace 201 años, no se comprenderían cabalmente sin la fe católica de nuestro pueblo. Necesitamos cultivar el rico patrimonio de convicciones cristianas que acompañó a las generaciones que nos precedieron, centradas en la certeza de un Dios Creador y Padre, en ser sus hijos infinitamente amados por Jesucristo y, en consecuencia, el empeño por vivir respetándonos y queriéndonos como hermanos, una tarea enorme e inacabada en muchos aspectos de nuestra convivencia ciudadana.
Invocamos la protección de Dios
Con justa razón, al inicio y en la conclusión del Preámbulo de la Constitución provincial se declara: “Nos, los representantes del pueblo de la Provincia de Corrientes, reunidos en Convención Constituyente para la reforma de la Constitución de 1993 (…) sancionamos y ordenamos, bajo la protección de Dios, esta Constitución”. Aquí vemos cómo “lo temporal y lo eterno”, la razón y la fe, no se oponen ni confunden, sino que se armonizan a favor de todas las dimensiones de la vida humana individual y social, privada y pública.
En consecuencia, la actuación humana y en especial la que cabe a la dirigencia, no puede estar desvinculada de Dios. La protección de Dios –conforme a la racionalidad de texto legislativo– favorece el camino para “consolidar el sistema representativo, republicano y democrático de gobierno”. Una serie de acciones fundamentales que establecen a continuación reclaman estar bajo esa protección: promover el bienestar general, afianzar la justicia, perpetuar la libertad, fortalecer las instituciones, conservar el orden público, garantizar la educación y la cultura, impulsar el desarrollo sostenido, preservar el ambiente sano, afirmar la vigencia del federalismo y asegurar la autonomía municipal. La lógica de la Constitución nos enseña que la protección de Dios está estrechamente vinculada al cumplimiento de esas acciones, cuya finalidad es favorecer la vida digna, plena y feliz de todos los ciudadanos. Sabemos que de su aplicación y cumplimiento depende el desarrollo material y el bienestar espiritual de los ciudadanos; así como el subdesarrollo y el malestar se deben a su incumplimiento.
La mayor pobreza es la de no reconocer la presencia del misterio de Dios y de su amor en la vida del hombre, que es lo único que verdaderamente salva y libera. Esa protección se hizo visible en Jesucristo mediante su muerte y resurrección y, conforme al pensamiento lógico de nuestra Constitución, es la que nos asegura el camino del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad. Colocarnos bajo esa protección, nos abre la inteligencia y el corazón para comprender que somos hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza, que nos amó hasta el extremo en la cruz y en ella nos trazó el camino para que con él sigamos construyendo un pueblo de hermanos donde todos, sin exclusión, tengan cabida y sean tratados conforme a su dignidad de personas humanas y su vocación trascendente.
Esta noticia, que está en los orígenes de nuestro pueblo, nos fue acompañando y sosteniendo a través de períodos dolorosos y conflictivos de nuestra historia. Pero también fue motivo de consuelo y de gratitud al comprobar que Dios, en su entrañable misericordia, cifrada definitivamente en la cruz a favor del hombre y, junto a ella la Tierna Madre de Itatí, nunca nos dejó solos. A ella nos encomendamos, gobernantes y ciudadanos, para que mediante la cultura del diálogo y del encuentro, y con la protección de Dios, nos libre de toda división y enfrentamientos, y nos dé un corazón puro, humilde y prudente, para agradecer la Patria que recibimos y construir juntos la Nación que soñamos.
Mons. Andrés Stanovnik
Arzobispo de Corrientes

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