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 Homilía de la Misa en honor a la Santísima Cruz de los Milagros
Corrientes, 3 de mayo de 2011

 

 La vida del hombre en la tierra se encuentra en una constante encrucijada desde que nace hasta que muere. Más aún, desde que es concebido padece su propia encrucijada: algunos consiguen atravesarla hacia la vida, a otros por el contrario, los atraviesa la muerte muy temprana. En realidad, la encrucijada es siempre en mayor o menor medida una cuestión de vida o muerte, tanto para el individuo como para la sociedad en todos los tiempos. Nadie escapa a esta realidad, aun prescindiendo de la fe y de cualquier práctica religiosa. La vida del hombre sobre la tierra, desde que nace y hasta que muere, está marcada por la cruz, es una vida “encrucijada”.

Por eso, la cruz es uno de los símbolos humanos más antiguos: se han encontrado cruces elaboradas con más de mil años de antigüedad antes de la era cristiana. Lo cierto es que la cruz es el símbolo que mejor recoge y expresa las realidades más profundas de la vida humana. Entre las principales están la vida y la muerte, realidades cruciales que van como adheridas a la piel de todo ser humano durante toda su existencia. La gran sabiduría de la vida, tanto para los individuos como para los pueblos consiste en encontrar la clave para atravesar esas encrucijadas a favor de la vida y no dejarse engañar por soluciones tentadoras y fáciles pero que, en el fondo, ofrecen respuestas mentirosas. Entonces, ¿dónde se podrá obtener esa sabiduría? ¿A quién preguntar? Pero, sobre todo, ¿a quién se le puede creer?

Hoy se impone cada vez más la idea que la verdad, es decir, aquello que se debe considerar verdadero, se construye entre todos y así, el resultado que se obtendría de esa construcción debería por sí mismo considerarse como verdadero y bueno para todos. Este pensamiento, que produce un efecto atrayente y encantador, es una nueva reedición del pensamiento único y autosuficiente, que se curva sobre sí mismo y no admite ninguna apretura a la trascendencia. Una vez más, el hombre reedita el mito de Prometeo, cuya versión cristiana se puede leer en el relato bíblico, donde se describe la soberbia de Adán y Eva, que pretendieron construirse a sí mismos al margen de cualquier otro vínculo y sobre todo a espaldas de Dios.

Se trata de un pensamiento engañoso y de nuevo en vigencia, que parte del principio de que el hombre y la sociedad pueden construirse a sí mismas sin necesidad de recurrir a la memoria, a la herencia cultural y a los valores que las sustentan, considera como sus principales enemigos a la religión, a la familia y a la escuela confesional, curiosamente justo aquello que el gaucho debe tener: “casa, escuela, iglesia y derechos”, como canta el Martín Fierro. Así, para la militancia que sostiene ese pensamiento, Dios es una realidad molesta y habrá que deshacerse de él o, en el mejor de los casos, relegarlo a cosa privada. Para la vida pública se lo percibe como un intruso inoportuno que pone límites al hombre y a su deseo al ilimitado de libertad y de felicidad. De allí que la religión, junto con sus representantes e instituciones, resulten una presencia incómoda; el matrimonio y la familia se vivan como realidades irritantes, porque su existencia y su misión ponen límites a cualquier pensamiento absolutista que pretenda despojar a los padres de los derechos que tienen de educar a sus hijos.

Hay que estar muy atento a la trampa que enseña que ya no hay ningún límite, salvo el de “cuidarse”, una especie de filosofía del placer total, que a la larga o a la corta termina derrumbándose trágicamente en su propio abismo. El derecho que tienen los padres de educar a sus hijos se extiende subsidiariamente a la escuela, que se convierte en otro objetivo para sofocar y, finalmente, suprimir la educación religiosa en todas las escuelas. Esto significa que la sabiduría de la cruz quedaría relegada a un mero sentimiento subjetivo, sin ninguna incidencia en la vida social y pública. Un mundo sin cruz –nos recuerda el Papa Benedicto XVI– sería un mundo sin esperanza, un mundo donde la tortura y la brutalidad seguirían siendo salvajes, los débiles serían explotados y la codicia tendría la última palabra. La inhumanidad del hombre contra el hombre se manifestaría de manera aún más tremenda, y no existiría la palabra fin al círculo maléfico de la violencia. Sólo la cruz pone fin a todo eso.

Es importante que nos preguntemos de nuevo en qué consiste la novedad totalmente inédita y asombrosa de la cruz cristiana. El hecho jamás imaginado, que sorprendió al hombre como algo “increíble” es que en la cruz está colgado Dios, el Verbo hecho carne. Quedamos estupefactos al darnos cuenta que ese Dios se acercó tanto a nuestra condición humana que no tuvo vergüenza de cargar sobre sí mismo toda la suciedad y la maldad del hombre. Que ese Dios haya aceptado libremente y por amor padecer por nosotros, descendiendo en humildad hasta el último escalón de la degradación humana, para resolver nuestra encrucijada principal: la muerte merecida por nuestro pecado.

Prestemos atención aquí al método de Dios, en “cómo lo hizo” él, porque allí está el secreto para aprender a resolver los problemas “cruciales” de nuestra vida: cargó la cruz sobre sus hombros y la llevó con amor hasta el sacrificio total de sí mismo. Es el método de la vida que vemos en la semilla y que Jesús mismo usó para explicarse: “si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24). La clave de la cruz cristiana es el amor y por eso genera familia y constituye pueblos; es un amor que incluye a todos, hasta a sus propios enemigos. Esto es posible si nos abrazamos a la cruz de Jesús. El beato Juan Pablo II es un ejemplo luminoso de que el abrazo a la cruz no quita nada a la realización y felicidad del hombre, al contrario, lo enaltece, redimiéndolo precisamente de aquello que lo lleva a la ruina: el mal del pecado. El pecado de los orígenes y luego en sus múltiples y variadas reediciones individuales y colectivas, consiste en pretender construir la propia vida, la vida del matrimonio y de la familia, la convivencia social y política, y la familia humana sin Dios. Fueron infelices y trágicos los intentos que se llevaron a cabo de hacer una sociedad al margen de Dios. Hay que estar bien despiertos para que la vieja serpiente que separa, enfrenta y engaña, no nos arrastre a su propio espacio. Solo el amor de Jesús, llevado hasta el extremo en la cruz, le puso límite al mal y a la muerte.

Al concluir las celebraciones del Mes de Corrientes, hemos llevado el signo de la Santísima Cruz de los Milagros por las calles de nuestra ciudad porque creemos en la fuerza de vida que fluye de esa cruz. Hemos provocado un verdadero espectáculo con nuestra procesión, pero “espectáculo” en el sentido genuino de la palabra: Nos hemos confrontado con el misterio de la cruz en el espacio público, hemos dicho que no nos avergüenza dar testimonio de nuestra adhesión a la cruz de Jesucristo; no la queremos mirar sólo como un objeto que está delante de nosotros, sino como un signo que afecta profundamente todas las etapas y dimensiones de nuestra vida privada y pública. Marcar con la cruz nuestra frente, significa que nuestra vida pertenece a Dios y hacia el tiende todo lo que somos y hacemos. Él es la fuerza de gravedad que atrae por amor, no por coacción.

¿A quién se le puede creer?, nos preguntábamos hace un momento. Escuchemos de nuevo lo que oímos decir a Jesús en el Evangelio: “cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). El que se deja atraer y conducir por Dios, nunca pierde vida ni se siente coartado en su libertad, al contrario, experimenta que Dios es vida verdadera y que los horizontes de su libertad se amplían mucho más. Dios no puede ir en contra de la razón, porque él fue quien la creó y la quiere libre, creativa, luminosa, pero no soberbia y autosuficiente Por eso, la vida humana, desde la concepción y hasta su muerte natural, nunca puede estar al arbitrio de leyes que autoricen la matanza, porque van en contra del Dios de la Vida y, por consiguiente en contra del hombre que de él la recibe. Debemos continuar en el esfuerzo para lograr que haya una ley que proteja de modo integral la familia, especialmente si ésta es numerosa, cuide la vida del niño no nacido y de la mujer embarazada. El futuro de la Iglesia y de la humanidad depende en gran parte de los padres y de la vida familiar que construyan en sus hogares, dijo el beato Juan Pablo II. Es difícil pensar el futuro de una familia o de un pueblo sin hijos. Pero para tenerlos hay que estar dispuesto a sacrificarse por ellos y, en este punto, la cruz cristiana representa una verdadera esperanza de vida y de futuro, además de abrirnos horizontes que nos convierten en pueblo peregrino hacia la plenitud de vida y de amor que Dios nos tiene preparado en el cielo.

Contemplando el misterio de la cruz aprendemos que no se resuelven las encrucijadas de la vida mirando para otro lado. La pobreza sigue siendo un tema “crucial”, o se la asume, es decir, se la mira de frente y se la carga sobre los hombros, se la soporta con todo el dolor que lleva consigo y se la resuelve desde dentro, acompañando a los pobres, participando junto a ellos y con ellos de los procesos de humanización y promoción, para salir de esa encrucijada más hermanos, más solidarios y más pueblo, con la experiencia de haber dado pasos efectivos hacia una justicia más equitativa y una fraternidad menos declamada y más verdadera.

Creemos firmemente que el misterio del amor de Dios llevado hasta el extremo en la cruz, es una luz potente que nos enseña cómo debemos vivir el amor en el matrimonio y en la familia; cómo avanzar en la capacidad de diálogo y una amistad que incluya a todos; contemplando la cruz, aprendemos hasta dónde llega la exigencia de ser honestos y transparentes en la función pública; en el trabajo y en el servicio de la comunidad. La esperanza que nos infunde la cruz de Jesús, hace que sigamos soñando con un Bicentenario de la reconciliación y de la unidad de los argentinos.

Los primeros pobladores de estas tierras creyeron en el misterio de amor y de vida que brota de la cruz y por eso la plantaron frente a su asentamiento junto a las orillas del Paraná. También nosotros hoy, con ese mismo espíritu, queremos plantarla de nuevo en el corazón de nuestra sociedad para que, abrazados a ella, su poder nos transforme en un pueblo fraterno, abierto y solidario. Tiernísima Madre de Itatí, escucha a tus hijos que humildemente recurrimos a ti y muéstranos a Jesús, el fruto bendito de tu vientre, para que encendido nuestro espíritu de amor a Dios, exclamemos: te adoramos Cristo y te bendecimos: porque por tu santa cruz redimiste al mundo. Así sea.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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