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 Homilía de la Misa de Acción de Gracias
por la beatificación del Papa Juan Pablo II
Corrientes, 1º de mayo de 2011

 

 Varios son los motivos que esta noche nos reúnen para celebrar la Eucaristía. Ante todo, en este domingo, llamado de la Octava de Pascua, concluimos la gran celebración del Misterio de Cristo, que habíamos comenzado con el Triduo Pascual y lo fuimos celebrando durante los ocho días subsiguientes, para introducirnos en el tiempo pascual que culminará en Pentecostés. Este segundo Domingo de Pascua es también el Domingo de la Divina Misericordia, instituido por el Beato Juan Pablo II. En la visita, que realizó en el año 1997 al Santuario de la Divina Misericordia en Polonia, Juan Pablo II dejó el siguiente testimonio: “Siempre he apreciado y sentido cercano el mensaje de la divina Misericordia. Doy gracias a la divina Providencia porque me ha concedido contribuir personalmente al cumplimiento de la voluntad de Cristo, mediante la institución de la fiesta de la divina Misericordia. Pido incesantemente a Dios que tenga «misericordia de nosotros y del mundo entero».
La Providencia de Dios quiso que precisamente este domingo se llevara a cabo la beatificación del siervo de Dios Juan Pablo II, acontecimiento que también hoy nos convoca alrededor del Altar para dar gracias a Dios por este gran papa que le ha regalado a la Iglesia y al mundo. Como sabemos, después de un riguroso y maduro examen sobre la vida y obra de Juan Pablo II y escuchando el clamor unánime de numerosísimos fieles que lo reclamaban “santo ya” el mismo día de su muerte, la Iglesia lo proclamó hoy beato y lo presenta, junto a la multitud de los santos y santas, a la devoción del Pueblo de Dios y como modelo de santidad.
Por otra parte, hay dos razones particulares que también nos alegran y que están muy unidos a la persona y al ministerio universal del Papa Juan Pablo II: el Año de la Vida que celebramos en comunión con todas las diócesis de nuestro país y el Año cincuentenario de nuestra arquidiócesis, bajo el lema “Iglesia arquidiocesana: Misterio de comunión misionera”. La armonía, que hay entre los motivos que nos congregan, nos une en una sola fe, esperanza y caridad, y nos mueve a amar más a Jesucristo y a su Iglesia. Solamente la misericordia infinita, que proviene del corazón de Dios y por eso es Divina Misericordia, puede ayudarnos a vivir con profundidad estos acontecimientos. Nos vamos a detener, principalmente, en el sentido que tiene la beatificación de Juan Pablo II, y recordar algunas cosas importantes que nos dijo cuando estuvo en Corrientes.

El mensaje central: ser santos
Recordemos algunos datos muy generales. Fue el Papa número 264, sucesor del apóstol Pedro. Nació el 18 de mayo de 1920 en Wadowice, Polonia, y fue elegido Obispo de Roma y, como tal, Pastor universal de la Iglesia católica, el 16 de octubre de 1978. Visitó dos veces nuestro país y en la segunda visita estuvo en Corrientes en abril de 1987. Pero antes de recordar las palabras que él dirigió al pueblo correntino y a las comunidades de todo el Noreste argentino, detengámonos en el mensaje central que la Iglesia nos transmite con su beatificación.
En primer lugar, se nos recuerda que el hombre está llamado por Dios a la vida y a la santidad. Ésa es la vocación de todo hombre y de toda mujer que viene a este mundo. La angustia que vive el ser humano de todos los tiempos es precisamente la de no ser santo. ¿Qué quiere decir ser santo? En realidad, la respuesta es muy sencilla, pero se vuelve compleja a la hora de hacerla vida: ser santo es hacer la voluntad de Dios, es lo que pedimos en la oración que nos enseñó Jesús: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, hágase tu voluntad en mi vida, en mi familia, en los vínculos con mis parientes y mis amigos, en el trabajo, en la función pública; hágase tu voluntad en mis alegrías, pero también en mis límites; en mi salud y en mi enfermedad, en mis contradicciones, en mi pecado. Hacer la voluntad de Dios, es tomar la cruz cada día y llevarla con amor unidos a Jesús. Él nos da la fortaleza para llevarla y ser santos. Entonces, lo primero que nos recuerda la beatificación de Juan Pablo II es el mandato de Jesús a ser santos: “Sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo” (Mt 5,48), y esto es posible si lo deseamos profundamente, lo pedimos en la oración y nos dejamos conducir por el Espíritu Santo que hace nuevas todas las cosas (cf. Sal 104,30).
En segundo lugar, la beatificación de Juan Pablo II, nos invita a levantar nuestra mirada y ver el amplio horizonte de comunión que hay entre todos los creyentes en Cristo, más allá del límite que aparentemente nos impone la muerte. A Juan Pablo II lo sentimos cercano no sólo por el afecto que sentimos por su persona o por recuerdo de su presencia entre nosotros. A él lo sentimos hoy cercano sobre todo por la comunión de los santos en la que creemos y profesamos en el Credo: “creo en la comunión de los santos y en la vida eterna”. Gracias a la fe en Jesucristo resucitado, los que creemos en él, vivimos su misma vida y en ella nos reconocemos estrechamente unidos, por más que esa vida aún no se manifieste en toda su plenitud. La Iglesia, que experimenta el gozo de esa comunión de vida que tenemos con los santos, nos presenta a Juan Pablo II como ejemplo de santidad y, al mismo tiempo, como amigo e intercesor ante la infinita Misericordia de Dios, que nos sostiene en la lucha contra el mal y nos fortalece en el camino del bien, para que nos comportemos de una manera digna del Señor, agradándolo en todo, fructificando en toda clase de buenas obras y progresando en el conocimiento de Dios (Col 1,10).

Estuvo con nosotros: la familia, la vida y el trabajo
Este gran Pontífice de la Iglesia católica –verdadero hombre de Dios– estuvo entre nosotros. En efecto, el 9 de abril de 1987, hace 24 años, a las 11.00 de la mañana arribaba el Papa Juan Pablo II a Corrientes, en su segundo viaje a la Argentina. Una multitud lo esperó en el aeropuerto y le dio la bienvenida. Cuántos de ustedes fueron testigos de esta visita y pueden contar sus propias experiencias. Yo mismo pude escuchar algunas historias reales y muy conmovedoras. Ese día, cuenta la crónica, más de 50.000 peregrinos se reunieron en la intersección de las avenidas Independencia y Chacabuco, bajo una lluvia torrencial, para asistir a la Santa Misa presidida por el Papa. Hubo momentos de desconcierto y corridas en el escenario por el enorme caudal de agua que caía sobre el techado, amenazando derrumbarse. Sin embargo, Juan Pablo II se mantuvo sereno y la multitudinaria asamblea respondió con amor y fidelidad al Vicario de Cristo, sin moverse del lugar. ¿Qué nos dijo el Papa en ese momento?
A partir de una concisa frase de la Carta del Apóstol san Pablo a los gálatas: “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4,4), dejó un profundo mensaje sobre nuestras raíces cristianas y sobre la piedad popular y mariana. Nos dijo que la Iglesia atraviesa un momento particularmente prometedor en esta región y eso permite mirar al futuro con una esperanza renovada. En seguida pidió por las vocaciones sacerdotales, sacerdotes llenos de vida interior e impulso evangelizador que, con gran celo apostólico, sean fieles dispensadores de la Palabra divina y de las fuentes de la gracia que son los sacramentos. Quisiera destacar con fuerza ese deseo del beato Juan Pablo II y proponerlo a la ferviente oración de todos: danos Señor sacerdotes santos, entregados enteramente a la Iglesia, íntegros y coherentes en su vida y ministerio sacerdotal.
Luego nos habló de nuestra religiosidad popular, tan rica y arraigada, en la que se asienta la firme convicción de que la vida tiene sentido si se orienta, radical y completamente, hacia Dios. Seguidamente se refirió a la Cruz de los Milagros -Cruz fundacional de Corrientes-, y a la Limpia Concepción de Itatí, cuya devoción –dijo– ponen de manifiesto cuáles son nuestros grandes amores: el Señor Crucificado y su Madre Inmaculada, la criatura que más y mejor supo unirse al misterio redentor de su Hijo. Y nos exhortó a conservar y fomentar las variadas manifestaciones de nuestra piedad popular, como cauce privilegiado para nuestra unión con Dios y con los demás.
A continuación, el Papa se dirigió a los fieles laicos y recordó su vocación en la Iglesia y en el mundo. Al respecto dijo que la Iglesia y la sociedad civil esperan mucho de nuestro compromiso cristiano y de nuestra responsabilidad apostólica, sobre todo en la tarea que es específica de los laicos: impregnar todas las estructuras temporales de sentido cristiano. En ese compromiso social y político, advirtió que no olvidáramos nunca a nuestros hermanos más necesitados.
Aunque no fue tema de ese mensaje, aquí debemos recordar la enorme contribución que dio el Papa Juan Pablo II a la enseñanza social de la Iglesia. Hoy se conmemora en todo el mundo el Día del Trabajador y a este propósito, es importante destacar la fuerte incidencia que tuvo Juan Pablo II en el pensamiento social y en el mundo del trabajo. El sentido profundo del trabajo exige que el capital esté en función del trabajo y no el trabajo en función del capital, decía el Papa. El concepto fundamental que sostenía ese pensamiento era el respeto a la dignidad inviolable de la persona humana, porque “cuando los individuos y las comunidades no ven rigurosamente respetadas las exigencias morales, culturales y espirituales fundadas sobre la dignidad de la persona y sobre la identidad propia de cada comunidad, comenzando por la familia y las sociedades religiosas, todo lo demás -disponibilidad de bienes, abundancia de recursos técnicos aplicados a la vida diaria, un cierto nivel de bienestar material- resultará insatisfactorio y, a la larga, despreciable, escribió en su carta Laborem exercens. Mencionemos, aunque sea de paso, que el magisterio del Papa Juan Pablo II constituye una contribución enorme y sumamente rica para abordar, desde la luz del Evangelio, los principales problemas del tiempo presente.
Luego subrayó la importancia de la familia. La familia –afirmó– debe seguir siendo la primera escuela de fe y de vida cristiana, la transmisora de esa herencia de religiosidad popular, que es parte del alma de este pueblo. A los padres cristianos compete un grave deber en este sentido: formar hombres y mujeres que aprendan en su familia las virtudes humanas y cristianas; y que vean hecho vida el valor del matrimonio indisoluble y del auténtico amor conyugal que, en medio de las dificultades de esta vida, sale siempre fortalecido y rejuvenecido.
En el contexto del Año de la vida, mencionemos aquella gran encíclica que la llamó el Evangelio de la Vida (Evangelium Vitae), donde afirma que “Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rm 2,14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política.” (n. 2). Es innegable la actualidad que tienen estas palabras.

Una vida ejemplar: dos testimonios
Un estrecho colaborador suyo y testigo de los últimos momentos de vida de Juan Pablo II relata así su experiencia: “Estábamos de rodillas en torno al lecho de Juan Pablo II. El Papa yacía en la penumbra. La luz discreta de la lámpara iluminaba la pared, pero él era bien visible. Cuando llegó el momento del que, pocos instantes después, todo el mundo iba a tener noticia, de improviso el arzobispo Dziwisz se levantó. Encendió la luz de la habitación, interrumpiendo así el silencio de la muerte de Juan Pablo II. Con voz conmovida, pero sorprendentemente firme, comenzó a cantar: «Te alabamos, Dios; te proclamamos Señor» (…) Bueno, -pensábamos-, nos encontramos en una realidad totalmente diversa. Juan Pablo II ha muerto: quiere decir que vive para siempre (…) En cierto sentido, esta es también la experiencia de todos los que se encontraron con él durante su pontificado. Quienes entraban en contacto con Juan Pablo II, se encontraban con Jesús, a quien el Papa representaba con todo su ser. Con la palabra, con el silencio, los gestos, el modo de rezar, el modo de proceder en el espacio litúrgico, el recogimiento en la sacristía… Se notaba inmediatamente: era una persona llena de Dios. Cuando oraba, en su rostro era visible su abandono total en Dios. Era verdaderamente transparente (…) Su vida estaba entretejida de oración. Siempre tenía entre sus dedos el rosario, con el que se dirigía a María confirmando su Totus tuus (…) Cada día pasaba mucho tiempo ante el Sagrario. El Santísimo Sacramento era el sol que iluminaba su vida (…)
Otro cercano colaborador de Juan Pablo II hace la siguiente observación sobre su persona: el Papa tenía un gran sentido de la amistad y de respeto. Juan Pablo II escuchaba largamente, escuchaba siempre. Lo que más nos sorprendía era su capacidad de escucha. De allí se explica su gran espíritu misionero. No se predicaba a sí mismo sino lo que escuchaba y aprendía de rodillas ante el sagrario. Llegaba hasta los confines de la tierra para anunciar el Evangelio de Cristo. El secreto de su fuerza misionera hay que buscarlo en su vida de amistad con Jesús, en su oración y comunión íntima con Dios. Su enorme impulso misionero es un mensaje muy oportuno para nuestra Iglesia arquidiocesana en la celebración de su cincuentenario, porque nos recuerda que la Iglesia es “misterio de comunión misionera”, y que la misión nace de la experiencia de comunión y es fecunda en tanto esa comunión se nutre de la Palabra de Dios y de la participación en los sacramentos, sobre todo de la Confesión y de la Eucaristía.

Peregrinamos con el beato Juan Pablo II
Juan Pablo II era el segundo santo que pisaba estas benditas tierras. El primero fue San Orione en el año 1937, y en el año 1987, cincuenta años después, lo hizo el beato Juan Pablo II, que seguramente no tardará en ser canonizado. Su visita, el luminoso ejemplo que nos deja su vida, nos recuerda “con fuerza la vocación universal a la medida alta de la vida cristiana” –dijo hace unas pocas horas el Papa Benedicto XVI en la Misa de beatificación– y despierta en nosotros un intenso anhelo de ser santos, para entregarnos con alma y vida a imitar sus virtudes en el compromiso cotidiano de vivir fieles a las promesas de nuestro bautismo. María, Tierna Madre de Itatí, así como protegiste a tu hijo Juan Pablo II de todos los peligros, a quien sentimos hoy tan cercano y tan nuestro, con él te encomendamos nuestra Iglesia arquidiocesana y cincuentenaria, a todos nuestros sacerdotes, diáconos, personas consagradas, agentes de pastoral y, en fin, a todos tus hijos e hijas que peregrinan en la fe de la Iglesia por esta hermosa tierra de Corrientes, por sus gobernantes y por los que tienen responsabilidades en la función pública; por los pobres y los que sufren; y por todos los hombres y mujeres de buena voluntad, condúcenos a las fuentes de la Divina Misericordia y líbranos de todo mal. Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes

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