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 Mensaje del Arzobispo en el acto de homenaje
a la beatificación del siervo de Dios Juan Pablo II
Corrientes, 1º de mayo de 2011

 

 Esta noche sentimos que el cielo y la tierra se unen en la bellísima figura del beato Juan Pablo II, proclamado por la Iglesia amigo de Dios, y, por lo tanto, un hermano de todos. Así lo fue durante su vida terrena y así lo es ahora pero en grado supremo. Por eso, la Iglesia lo coloca en alto para que su ejemplo nos entusiasme y su intercesión nos sostenga en el combate contra el mal y nos alcance de Dios la fortaleza para la enorme la tarea de trabajar a favor del bien, de la verdad y de la vida.
Su fama de santidad, su profunda humanidad y la transparencia de Dios que reflejaba su persona, había superado, ya durante su vida terrena y sobre todo mediante el desempeño de su pontificado misionero, ampliamente los límites de la comunidad católica y se convirtió en ciudadano del mundo: todos lo sentimos cercano porque él se hizo prójimo de todos. Y ése es el mayor milagro: el milagro del amor y de la vida que nos hace prójimos unos de otros, que nos da una mirada limpia para vernos con los ojos de Dios y un corazón nuevo para que nos sintamos hermanos y hermanas de todos, sin exclusiones de ningún tipo. En la persona de Juan Pablo II, Dios se hace más accesible y más cercano a todos, un Dios verdaderamente amigo de los hombres. En otras palabras, Juan Pablo II, mediante vida, sus gestos y su mensaje, hizo presente entre nosotros a Jesucristo Buen Pastor y nos hizo sentir que la Divina Misericordia no conoce límites cuando encuentra un corazón dócil y dispuesto a dejarse conducir por el Espíritu Santo.

Estuvo con nosotros, nos saludó y nos bendijo
Comparto con ustedes la felicidad y la certeza de saber que él nos está saludando desde el cielo, con esa sonrisa amiga, limpia, siempre pronta para los que estaban cerca y percibían aun los que estaban lejos. La santidad suprime todas las distancias, por eso, aunque Juan Pablo II esté ahora en el cielo, nosotros lo sentimos hoy mucho más cerca que hace 24 años cuando estuvo presidiendo la Misa en la intersección de las avenidas Independencia y Chacabuco, bajo una lluvia torrencial. Él está presente hoy entre nosotros de otra manera, difícil de explicar con palabras, pero más real que cuando nos estuvo visitando. Ese mediodía, bajo una lluvia torrencial, Juan Pablo II, completamente sereno, nos saludó diciendo:
“En el nombre de este Hijo y de su Madre, deseo saludar de nuevo a la Iglesia, extendida por toda la tierra argentina, en particular en esta región del Nordeste. Saludo, en primer lugar, al Pastor de esta arquidiócesis de Corrientes, a los demás obispos aquí presentes, a los sacerdotes y seminaristas, a los religiosos y religiosas, a las autoridades; a todo el Pueblo santo de Dios reunido en torno a este altar y a quienes se asocian a nuestra celebración a través de la radio o de la televisión. Nos encontramos ante la imagen de la Inmaculada Concepción, venerada en el santuario de Itatí, fundado en el año 1615, y centro de la honda tradición mariana de esta región. Desde entonces, muchos miles de peregrinos han acudido ante esta imagen para honrar a María; para poner sus intenciones y sus vidas bajo su protección e intercesión. Hoy queremos acudir también nosotros a la Virgen María, para atestiguar ese mismo amor y esa misma confianza en la que es Madre de Dios y Madre nuestra. Queremos ser buenos hijos que vienen a saludar a su Madre; hijos que se saben necesitados de su protección maternal; hijos que quieren demostrarle sinceramente su afecto.”

El beato: un espectáculo
Podríamos hacernos ahora esta pregunta: ¿Qué pretende la Iglesia con la beatificación de Juan Pablo II?
Lo más importante que la Iglesia quiere brindarnos con esta beatificación, y esperamos con una pronta canonización, es la certeza de que estamos en presencia de un santo, es decir, de un hombre que vivió las virtudes teologales en un grado heroico. ¿Cuáles son esas virtudes? Esas virtudes son la fe, la esperanza y la caridad. Son virtudes que deben distinguir a cualquier bautizado. En cambio, esas virtudes vividas en grado heroico, nos hablan de una persona santa. Cuando hablamos de la virtud teologal de la fe, estamos hablando de la fe en Jesucristo y en la Iglesia que es su Cuerpo; de la esperanza que nos trae esa fe en la vida eterna, y de la caridad, como dice san Pablo en la carta a los Corintios: que es el don más grande, porque el amor no pasará jamás. Ahí tenemos el criterio principal por el que se rige la Iglesia para proclamar públicamente la santidad de una persona. Tiene que haber pruebas claras de su amor incondicional a Jesucristo y a la Iglesia, y ese amor debe manifestarse de una manera constante en el servicio al prójimo, especialmente en los pobres y necesitados. O, en el caso del martirio, que no haya ninguna duda de que esa persona sufrió el martirio por causa de la fe o el odio a la religión, porque el martirio es la prueba máxima de la autenticidad del amor, que consiste en dar la vida hasta el extremo. Entregar la vida por amor, la hace santa, es decir, una vida enteramente ofrecida a Dios.
La Iglesia coloca delante de nosotros a este hombre tan extraordinario y tan querido, porque desea encender nuestro espíritu y mostrarnos la belleza que tiene una persona santa. Sí, la Iglesia pone al santo delante de nosotros como un espectáculo, espectáculo en el sentido genuino de la palabra, es decir, como una auténtica representación de una vida santa, para que conociendo su vida y sus virtudes, lo imitemos; para que impactados por su transparencia y belleza, nos sintamos fuertemente atraídos por el Amor de Dios, que es el único que hace santo a quien se deja conducir por él, como lo hizo Juan Pablo II. Justamente, cuando un cristiano vive en un grado superior el compromiso que deriva de su condición de bautizado, como fue el caso de Juan Pablo II, la Madre Teresa de Calcuta y de otros, la Iglesia lo propone como ejemplo para todos los fieles cristianos. Todos estamos llamados a ser santos, cada cual allí donde Dios lo llamó a vivir y a desempeñar su misión: en el matrimonio, en la familia, con tales vecinos, entre estos compañeros de trabajo, con esta profesión o función pública, siendo un fiel laico, un consagrado, un diácono o un sacerdote.
En segundo lugar, la certeza que nos da la Iglesia sobre la santidad de Juan Pablo II, hace posible que los fieles cristianos podamos recurrir a él y pedir su intercesión. Sólo un verdadero amigo de Dios puede interceder ante él. Por ello, sólo ese amigo de Dios es fiable y a él podemos recurrir con toda confianza. Pero esa amistad con Dios tiene que estar del todo demostrada. ¿Cómo y quién la comprueba? ¿Cómo se asegura que la vida de un hombre o de una mujer fue verdaderamente una vida santa y que hoy goza plenamente de la amistad de Dios? ¿Cómo se distingue un hombre con fama de santidad de otro con fama de milagrero?

Fama de santidad o fama de milagrero
La fama de santidad se difunde, normalmente, después que la persona muere. Pero se considera verdadera esa fama, cuando persiste en el tiempo y aumenta el número de devotos, además de otros requisitos que se exigen para verificar la santidad. En cambio, la fama de milagrero suele estar al margen de la vida de ese difunto, o el menos, no cuenta mucho. Lo que importa y por lo que se lo busca es sólo por su fama de hacer favores. Juan Pablo II murió con fama de santo, pero no de milagrero. Recordemos cómo tras su muerte, el pueblo estalló en un clamor unánime: ¡santo súbito! (¡santo ya!). ¿Por qué ese clamor? Porque era vox populi su vida santa, no sus milagros, aun cuando dicen que los ha habido y muchos. Sin embargo, el gran impacto lo produjo su vida entregada completamente a su misión, una vida que había sido transparencia total de ese Dios que es Amor y pasión por el hombre. Esa vox populi, ese clamor unánime, no era suficiente para proclamarlo santo. A la vox populi, había que añadir la vox Dei –recordaba a propósito el cardenal prefecto de la Congregación para las causas de los Santos– es decir, esa voz que confirma aquellas gracias, favores celestiales y también auténticos milagros obtenidos por la intercesión de un siervo de Dios. Y, finalmente, a la vox populi y a la vox Dei, hay que sumar la vox Ecclesiae, es decir, la voz de la Iglesia. Para ello, hubo que realizar un proceso riguroso de investigación y estudio sobre toda la vida y obra de Juan Pablo II. La voz de la Iglesia, examina primero la heroicidad de las virtudes, recoge infinidad de testimonios de las personas que lo conocieron y luego de esa etapa, aplica un proceso teológico con el auxilio de las ciencias, sobre todo médicas, para evaluar la autenticidad del milagro, y proceder a la beatificación. Esas “tres voces”: la voz del pueblo, la voz de Dios y la voz de la Iglesia, tienen que coincidir para que el proceso siga su curso. No basta una sola de esas voces, deben estar las tres en perfecta consonancia.
Dijimos que la voz de Dios tiene que manifestarse mediante un auténtico milagro, lo cual no es tan fácil. El supuesto milagro tiene que pasar por tres fases: primero por un meticuloso examen científico, para verificar, por ejemplo en el caso de la curación de una persona, que el hecho no tenga ninguna explicación por causas naturales; segundo, se debe constatar que hubo una invocación unívoca al siervo de Dios, unívoca quiere decir que se pidió la intercesión sólo a un determinado siervo de Dios o beato; y en tercer lugar, se debe comprobar que la curación haya sido repentina y se manifieste duradera en el tiempo.
Contemplar a Jesús para creer y entender
Para comprender mejor el sentido del milagro hay que mirar a Jesús. Él es la intervención de Dios en la historia, la irrupción asombrosa en la vida humana, que altera misteriosamente algunas leyes de la naturaleza, pero sin violentar ni desfigurar la realidad humana. Al contrario, esa irrupción milagrosa redimió al hombre y lo salvó de todo aquello que la ensucia, la deforma gravemente y la termina destruyendo. Podríamos decir, que el milagro es ese enorme deseo de Dios de comunicarse con el hombre y para eso le envía signos. Entre los “signos” más impactantes que Dios nos envía está la “entrada” y la “salida” del mundo del Hijo de Dios, que se realizó mediante el milagro de la encarnación y luego con su muerte y resurrección. Esas dos “pascuas” –dos pasos– que conocemos como el misterio de la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, son el gran milagro que hace posible luego otros milagros, porque es verdad, Dios interviene en la historia humana, es parte integrante de nuestra peregrinación terrestre, está comprometido definitivamente con nuestro destino. Para comprender correctamente el milagro hay que conocer a Jesús, creer en él y en su Cuerpo que es la Iglesia.
Pero para no caer en el riesgo de considerar a Jesús como un milagrero, hay que decir inmediatamente que la mayor parte de su vida fue la de un hombre común y buen ciudadano, cumplidor de las leyes y de las normas de convivencia, trabajador y buen hijo. Por eso, “hacer milagros” no fue el método habitual que Jesús utilizó para comunicarse con los hombres, sino más bien un recurso extraordinario. Él prefirió el método que pasa por camino humilde de la vida cotidiana, de los vínculos primarios vividos en la obediencia, el respeto y la amistad, y de las responsabilidades familiares, laborales y civiles bien asumidas. Sin embargo, a veces Dios nos sacude con un milagro para despertar la fe, para fortalecer la esperanza y para encender la caridad.
El milagro, como decíamos, tiene la finalidad de suscitar la fe en Jesucristo y en su Cuerpo que es la Iglesia. Por eso, una verdadera devoción a los santos es auténtica si nos hace mejores cristianos, más personas y al mismo tiempo ciudadanos más responsables. Eso resplandece hoy en la vida de Juan Pablo II. Dios se comunica con nosotros y esa comunicación es más real que todo lo que vemos y tocamos. Lo hace porque nos ama y porque quiere que seamos inmensamente felices, pero no con una felicidad mal entendida y peor encontrada, esa que se alimenta con la adicción al poder, a la droga, al sexo, al alcohol y que no deja más saldo que la tristeza, la desesperación y el miedo. Dios nos ama y se comunica con nosotros para acompañarnos en la maravillosa aventura de hacer de este mundo un mundo de hermanos y hermanas que peregrinan hacia Dios cuidándose unos a otros y juntos atentos para que nadie queda afuera.
La lluvia, la despedida y el compromiso
Así como escuchamos el saludo que nos dirigió Juan Pablo II al inicio, los invito a recordar una vez más sus palabras de despedida. El Papa, antes de despedirse, y saliéndose de la formalidad del texto escrito, dijo imprevistamente: dejen la última palabra al Papa…, no puedo despedirme de ustedes sin expresar mi profunda admiración por la asamblea de hoy, que ha participado con esta lluvia fuerte, demostrando una gran fe, una gran resistencia… Quiero agradecerles por sus virtudes humanas y cristianas. Me llevo el recuerdo de todas las celebraciones en Chile, en Argentina, en diversos lugares, pero la celebración de hoy será un recuerdo inolvidable…, Adiós, adiós. Muchas gracias. Como respuesta a este saludo –dice el cronista de la época– el pueblo correntino expresó su amor por el Papa con un fuerte sapukai y lo despidió con un cálido rojaijú. Fue un encuentro inolvidable. Y en efecto, luego pasado el tiempo, en el año 2002, en mi primera visita ad limina como obispo de Reconquista, en una audiencia personal, mientras le explicaba frente a un mapa de Argentina dónde quedaba esa ciudad, él recordó inmediatamente su visita a Corrientes y exclamó: la pioggia, ma che pioggia! (¡la lluvia!, pero ¡qué lluvia!). Esta anécdota y las habrá tantas otras que ustedes conocen, nos sirven sobre todo para agradecer a Dios el inmenso regalo que nos hizo entonces con su visita y ahora elevándolo a los altares. Dios quiera que este homenaje encienda en todos nosotros el mismo deseo que vivió intensamente el Beato Juan Pablo II: amar más a Jesucristo y a su Iglesia, y que ese amor nos haga mejores personas y ciudadanos más responsables, en una palabra, más santos. Mons. Andrés Stanovnik OFMCap
Arzobispo de Corrientes

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