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Homilía para la Misa de inicio de actividades
de la Pastoral Familiar Arquidiocesana
Itatí, 7 de marzo de 2010

Queridos hermanos y hermanas. Es muy grato para mí poder saludar primero a los miembros del Secretariado Nacional y Regional de la Pastoral Familiar, quienes en esta celebración eucarística clausuran dos jornadas de trabajo, vividas bajo el amparo de Nuestra Señora de Itatí. Asimismo, saludo con especial afecto a los miembros de la Pastoral Familiar Arquidiocesana. En esta Santa Misa, con ustedes damos inicio a la tarea de este año bajo el lema: “Revalorizar la familia, regalo de Dios y misionera de la vida”, y le pedimos a María de Itatí, junto a la Cruz, que nos enseñe a hacerlo como verdaderos discípulos misioneros de su Hijo, fortalecidos por la gracia del Año Jubilar, que estamos viviendo.
Veamos ahora qué nos dice la Palabra de Dios, en este tercer domingo de Cuaresma, en vista de prepararnos bien a la celebración del gran misterio de nuestra fe: la Pascua del Señor; y, en particular, para la iluminar la vida y la misión del matrimonio y la familia. En la primera lectura escuchamos que Dios se revela a Moisés como el Dios de la Vida, bondadoso y compasivo. Es el Dios que ve la opresión de su pueblo y decide actuar; es el Dios que se conmueve cuando oye sus gritos de dolor (cf. Ex 3.7). Como podemos ver, no es un dios lejano y desinformado. Al contrario, es el Dios que conoce muy bien los sufrimientos de sus hijos. Sin embargo, no es un dios insensible e indiferente. Todo lo contrario, es el Dios que decide bajar a liberar a su pueblo esclavizado por un poder extranjero y llevarlo a un país de tierra fértil y espaciosa, una tierra que mana leche y miel, dice el texto de la Escritura (cf. Ex 3.8). Podríamos decir que es el Dios que se arremanga y se compromete con la historia y el destino de su pueblo. Para llevar a cabo su obra, elige y envía a Moisés: “Ahora ve –le dice–, yo te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas” (Ex 8.10). La vida de este pueblo depende ahora de la obediencia de Moisés a la Palabra de Dios. Desde el momento que le dijo a Dios aquí estoy, Moisés ya no se pertenece, es un hombre que se puso en las manos de Dios, para que Dios, por medio de él, salve a su pueblo.
La familia, regalo de Dios, como leemos en el lema, es una realidad que no se pertenece a sí misma, pertenece a Dios, es un don de él. Como Moisés, la familia fue elegida y llamada por Dios para una misión. La familia cristiana es un don de Dios y una tarea, por eso también a ella le cabe responder, con las palabras de Moisés: “Aquí estoy”. Aquí estoy, Señor, familia –don tuyo– dispuesta a vivir y a comunicar, con la mayor transparencia posible, tu entrañable misericordia, porque eres bondadoso y compasivo.
Es necesario que nos ayudemos a recuperar el matrimonio y la familia como un regalo de Dios. El don de Dios es él mismo. La expresión máxima de su donación es su propio Hijo, entregado por nosotros. Por eso, cuando él se da como amor en el matrimonio y la familia, no sólo se lo recibe, sino que capacita a los que lo reciben para que se den a sí mismos a los demás. La parábola de Jesús que escuchamos hoy sobre la higuera que no da frutos y está a punto de ser cortada, puede servirnos de inspiración y darnos esperanza. A la higuera se le puso un plazo perentorio, porque no daba frutos. Una planta que no da frutos, es imagen de una realidad humana cuando vive sólo para sí misma. Es una planta “muerta” y Jesús manda cortarla, “porqué malgastar la tierra” –dice– (Lc 13,7). Sin embargo, el ruego del viñador le abre una nueva oportunidad, oportunidad que quedará condicionada a los frutos, para que no se pierda el don de la vida, porque ese don es un regalo de Dios.
Nuestra vida, el matrimonio, la familia, son un verdadero don de Dios, regalos del Dios de la vida. Como dijimos, el don de Dios es él mismo. Por eso, Jesús, el Hijo de Dios, dirá: “Yo soy la Vida” (cf. Jn 11,25) y la entregó por amor hasta el extremo. ¿Qué puede esperar el Señor de la higuera, que recibió el regalo de la vida? Lo menos que tiene derecho a esperar son los frutos, es decir, la multiplicación del don de la vida, esa vida que recibió de él. La higuera que no da frutos, es como si dijera: “la vida es mía, por lo tanto, tengo derechos sobre ella y hago de ella lo que yo quiero”. No hay que pensar mucho para darse cuenta que esta parábola refleja la triste condición humana cuando se cierra sobre sí misma. Y que en ese ensimismamiento se juega su felicidad o su desgracia, la vida o la muerte.
La pastoral familiar tiene hoy una tarea ardua, por una parte, y grandiosa, por otra. La crisis que refleja la parábola muestra que la gran cuestión en juego es la vida como don de Dios. Si se pierde esa visión, si el hombre vive su vida desvinculado de Dios, por quien fue creado y para quien fue hecho (cf. Gen 3,27), todos sus vínculos se vuelven inestables. “La Pastoral Familiar tiene que explorar las “nuevas posibilidades del amor”; de un amor que, aunque se exprese de manera diferente al de otras épocas, sea un verdadero y saludable vínculo del varón y la mujer, de los padres y los hijos” (Los Aportes para la Pastoral Familiar de la Iglesia en la Argentina, CEA, n. 43”. Esas nuevas posibilidades de amor surgen de la fuente inagotable que fluye del don de sí mismo de Cristo en la cruz. A partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación para su vivir y de su amar (cf. Los Aportes…, n. 63).
“Revalorizar a la familia”, como dice la primera parte del lema, significa rescatarla de la desvalorización a la que está sometida sistemáticamente. Pero para poder realizar ese rescate es necesario redescubrir la pareja humana, constituida por el varón y la mujer, como un verdadero regalo de Dios y no como mero resultado de una construcción humana, que la termina reduciendo y alterando peligrosamente. Y reconocer que el don de la pareja es signo del Don divino, del cual los esposos cristianos son ministros el uno para el otro, reflejando así que “lo más humano es sacramento de lo divino” (Los Aportes..., n. 67). En ese sentido, los esposos cristianos, “como padres son imagen y presencia irremplazable de la paternidad de Dios en la vida de sus hijos (…) El afecto y la cercanía que sólo los padres pueden mantener con sus hijos pequeños les permite comunicar una imagen de Dios íntima y cálida que queda grabada para siempre en lo profundo de su corazón” (Los Aportes..., n. 75).
En una época de transición, como la que estamos atravesando, necesitamos abrir más los ojos para ver qué es bueno para el matrimonio y la familia y qué no lo es; qué le hace bien a los esposos y a los hijos y qué los daña, a veces, irremediablemente. La Pastoral Familiar, aun cuando “no puede ni tiene que solucionar todos los problemas, pero sí está llamada a brindar acompañamiento y atención a familias concretas y personas concretas”, para que lleguen a “dar testimonio de la Buena Noticia del amor y de la vida” (Los Aportes..., Conclusión). Sobre todo, animando a los matrimonios y familias a vivir gozosamente la belleza de su vocación y misión, mostrando que es una propuesta mucho más humana y más plena que otras; que la estabilidad del matrimonio brinda un ambiente más favorable para el crecimiento y la maduración de los hijos que la inestabilidad; que la durabilidad de los vínculos influye positivamente en el proceso de integración social y en la formación de conductas solidarias, participativas y responsables; y que, entre las muchas ventajas que posee el vínculo estable entre el varón y la mujer para vivir una vida humana más plena y feliz, están también los beneficios sociales y hasta económicos que brindan a la sociedad. En síntesis, es mucho más ventajoso, desde todo punto de vista, una pareja humana con un vínculo estable y duradero.
Hoy sentimos los sufrimientos y oímos el grito de dolor de muchas familias, angustiadas por la desintegración y otras gravemente dañadas. La Pastoral Familiar está llamada a crear “espacios pastorales que ayuden a las personas a transformar sus temores por tantos fracasos, en creatividad para encontrar caminos de crecimiento y habilidades para afrontar las dificultades” (Los Aportes..., n. 100). Así, la familia, como regalo de Dios, se convierte en misionera de la vida y comunicadora de la fe; en lugar privilegiado de encuentro con Dios y con los otros, y en “primera experiencia de Iglesia”; en escuela donde se educa para el amor, el diálogo y la solidaridad; y donde se aprende a ejercer la autoridad sin dominio, a practicar la obediencia sin sometimiento y a madurar la libertad sin caer en el libertinaje. Renovemos la esperanza en el Dios de la vida, que siempre ofrece una nueva oportunidad. Estamos dispuestos a “remover la tierra” alrededor de esta hermosa planta que es el matrimonio y la familia, para que dé los frutos que el Señor espera de ellos y sea misionera de la vida y de la esperanza para muchos.
Como en la familia humana –dice Aparecida– la Iglesia-familia se genera en torno a una madre, quien confiere “alma” y ternura a la convivencia familiar (n. 268). Encomendamos a ella, Tiernísima Madre de Dios y de los hombres, la tarea del Secretariado Nacional y Regional de la Pastoral Familiar, y, en particular el trabajo y la misión de la Pastoral Familiar en nuestra Iglesia local. En vísperas de conmemorarse el Día Internacional de la Mujer, ponemos cerca de su corazón de Madre la vida de tantas familias, donde, sobre todo la mujer, sobrelleva exigencias que en muchos casos llegan hasta la heroica entrega de sí misma, cuando tiene que luchar sola para alimentar y educar a sus hijos, sumándose, además, a tareas de contención social que de por sí demandan enormes sacrificios. Ellas son también las primeras colaboradoras de los pastores en los diversos y múltiples servicios que realizan en las comunidades. Que esa jornada nos ayude a tomar conciencia sobre la dignidad de la mujer, quien junto con el varón, en igual dignidad y mediante la reciprocidad y colaboración mutua, sean corresponsables por el presente y el futuro de nuestra sociedad humana, y como esposos y padres cristianos sean testigos de la entrañable misericordia de nuestro Dios. Así sea.
Mons. Andrés Stanovnik
Arzobispo de Corrientes

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