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Monseñor Andrés Stanovnik participó de la última Jornada de Reflexión sobre Violencia con la temática de “Seguridad Ciudadana”, organizada por el Colegio de Magistrados y Funcionarios de Corrientes, que la impulsó en el marco de su 35° aniversario. Además del Arzobispo, la mesa del panel, estuvo integrada también por el Ministro de Seguridad de la Provincia, Pedro Braillard Poccard; el Director del Hospital Escuela, Alfredo Revidatti; el Rector del Colegio Secundario para adolescentes y adultos “Bartolomé Mitre”, Néstor Gómez; y el Presidente de la Federación Económica de Corrientes, José Ojeda. Compartimos la reflexión de monseñor Stanovnik: Seguridad ciudadana Las causas profundas de la violencia en el ser humano Conferencia en el panel del Colegio de Magistrados Corrientes, 29 de octubre de 2015
“A un mes del asesinato de Maximiliano Aquino” fue el título de la declaración de la Comisión de Justicia y Paz del Arzobispado. Allí, además de solidarizarse con la familia de Maxi, se celebraba que los vecinos se reúnan, se descubran como comunidad y proyecten juntos cómo cuidarse unos a otros. Sin embargo, a renglón seguido se señalaba que en ese cuidarse se incluyera a ‘todos’, aún a aquellos sospechados de delitos y a sus familiares. Tal como sucede en la naturaleza –donde no hay un ‘afuera’ donde se pueda tirar la basura para que no se nos venga encima como un boomerang –tampoco para resolver el binomio víctima-agresor, no existe un ‘afuera’ a donde arrojar al agresor para liberarse de sus ataques. No tenemos otra escapatoria que acercarnos al agresor y con él superar las causas que nos precipitaron al abismo de la violencia. Optar por este principio básico que regula la armonía de las relaciones humanas significa poner en marcha un verdadero proceso de humanización hacia una fraternidad fundada en la confianza y la amistad abierta a todos. Los grandes interrogantes que surgen al pensar estas cosas son, entre otros, los siguientes: ¿es posible restablecer el vínculo entre el agresor y la víctima? Ese proceso de recuperación recíproca de los vínculos, ¿pueden llevarlo a cabo ellos solos? ¿Quién de los dos –el agresor y la víctima– estaría en mejores condiciones psíquicas y espirituales para dar el primer paso? Donde se dañaron profundamente las relaciones entre las personas, ¿es posible cultivar la amistad social? Si no fuera posible, ¿hay alguna esperanza de alcanzar la paz? Una coexistencia pacífica, donde se respeten los límites de la no agresión, ¿responde a los anhelos más nobles y profundos del corazón humano? Perfeccionar los medios de defensa ante los eventuales ataques del agresor, ¿es suficiente para asegurar la paz social que tanto anhelamos? Causas que provocan violencia en el ser humano En esta reflexión, como es obvio, no me voy a referir a las estrategias que es necesario implementar para contrarrestar los actos de violencia que se registran en la convivencia pública de la ciudad. Eso es competencia de los organismos de seguridad. Me voy a limitar más bien a las causas que originan la violencia en las personas. Tal vez alguno puede pensar que este no es el momento para dedicarse a esos pensamientos, sino más bien de resolver las urgencias que la seguridad nos demanda. Es cierto, debemos responder con eficiencia y prontitud a esas urgencias. Sin embargo, no es suficiente con resolver las urgencias sin darnos tiempo para reflexionar sobre lo importante. Si no lo hacemos ahora, cuando la realidad nos apremia y nos hace caer en la cuenta de la gravedad que adquiere el tema, ¿en qué otro momento nos tomaremos el tiempo para hacerlo? Una primera aproximación a las causas que provocan una reacción violenta en la persona humana es la falta de satisfacción de sus necesidades básicas. Así reacciona el individuo desde que nace. La criatura que siente hambre: llora, es decir, agrede con sus gritos para que le calmen el desequilibrio anímico que el produce la falta de alimento. Cuando ese niño crece y se siente más fuerte, además del grito, recurre a la amenaza física o psicológica: perfecciona así sus recursos. En esos primeros estadios de crecimiento, son muy importantes dos cosas. La primera: que la criatura se sienta comprendida y atendida en sus reclamos; y la segunda: que aprenda a esperar su turno, discipline sus instintos primarios y entienda que en la vida no se alcanza todo, por así decir, de un manotazo. Para ello, la educación en el ámbito de la familia es fundamental. Y esa educación empieza a partir del ejemplo que el niño recibe de sus padres. Si la criatura vive en un clima familiar donde se gritan, insultan y golpean, esa criatura experimenta la vida como la lucha en la que sobrevive el más fuerte. Pero sabemos que “no solo de pan vive el hombre”, sino que necesita además de otros alimentos, como ser querido y apreciado, tener la oportunidad de dar y de recibir; y, por consiguiente, de ser instruido, de tener un trabajo, acceso a la salud, a la vivienda, en fin, a todo aquello que hace a su dignidad de persona humana. Cuando esas necesidades básicas no se satisfacen, la angustia y el resentimiento lo conduce a una doble agresión: hacia sí mismo y hacia los demás. Sin embargo, en la medida que el hombre madura su libertad y su capacidad de establecer vínculos de reciprocidad con los otros, necesita respuestas más profundas a los interrogantes que le presenta la vida. De la respuesta a esos interrogantes dependerá en gran medida la experiencia de plenitud y de seguridad que alcance en su vida. Los miedos, las angustias y fobias de toda índole son síntomas que revelan la inseguridad radical a la que está expuesta la naturaleza humana. Por eso es muy importante encontrar el camino verdadero que conduzca al encuentro con el otro, a la fraternidad con todos y a la paz. Raíz interior y profunda de la violencia La civilización cristiana en la que nacimos y en la que nos educaron –hoy esa civilización está gravemente amenazada en sus mismas raíces– nos enseñó que el ser humano fue creado por Dios, fue creado a imagen y semejanza suya; esa imagen y semejanza la plasma en dos versiones complementarias e iguales en dignidad: “varón y mujer los creó”, afirma el texto bíblico. Perder de vista esta verdad básica de la existencia humana, coloca al hombre en una situación de soledad y aislamiento de tal extremo que ya no encuentra a quien preguntarle sobre su destino. En ese desvalimiento existencial, el hombre recurre a un remedio fatal: ‘inventarse a sí mismo desde sí mismo’, o sea, construirse desde la precariedad de su propia existencia, apoyado solo en sí mismo, lo cual provoca en él inseguridad y angustia. Así, para el hombre abandonado a su suerte y absolutamente solo, el otro semejante jamás puede responder a sus interrogantes de sentido y a sus necesidades de seguridad. El otro es uno más que vive la misma suerte de ser alguien desvinculado y aislado de todos y de todo. El otro es un desconocido y como tal se convierte inevitablemente en una amenaza. Y el que se presenta como amenaza deberá ser sometido y controlado por el más fuerte. Entonces será el poderoso quien construirá la identidad del otro, le dictará quién es, cuáles son sus necesidades y de qué modo debe satisfacerlas. En consecuencia, el otro semejante estará fabricado de acuerdo a los caprichos del dueño que lo fabricó. En esta dramática realidad, el hombre se encuentra ante dos opciones falsas y una verdadera. La primera: no pensar y dejarse colonizar; la segunda: rebelarse y arrebatar los espacios de poder que lo sometieron. La tercera y la más difícil: salir del círculo vicioso de las dos anteriores y descubrir que nadie se salva solo, que el hombre define su identidad a partir de su Creador. Solo Él puede decirle quién es y cuál es el sentido de su existencia. A partir de la recuperación del vínculo fundamental de la creatura con su Creador, se recupera también el encuentro y la amistad con el otro y con la creación. Hace unos días atrás, el papa Francisco en el discurso que dirigió al Congreso de los EEUU, dijo: “Sabemos que en el afán de querer liberarnos del enemigo exterior podemos caer en la tentación de ir alimentando el enemigo interior. Copiar el odio y la violencia del tirano y del asesino es la mejor manera de ocupar su lugar. A eso este pueblo dice: No”. El papa denuncia polarizaciones que conducen a la división y al enfrentamiento. Pero inmediatamente advierte sobre la tentación que conduce a una falsa salida: se trata del peligro de responder al agresor con la agresión, dicho de una manera simple: con la misma moneda, lo cual llevaría a copiar el odio y la violencia del tirano y del asesino. Esto es la espiral de la violencia: la violencia genera más violencia, conduciendo inevitablemente a una escalada de la violencia. La raíz de la violencia en el ser humano hay que buscarla en el interior de la persona. La violencia es, ante todo, una enfermedad espiritual. Jesús recoge la sabiduría de siglos cuando advierte con dureza a sus discípulos: “¿Ni siquiera ustedes son capaces de comprender? ¿No saben que nada de lo que entra de afuera en el hombre puede mancharlo, porque eso no va al corazón sino al vientre, y después se elimina en lugares retirados? (…) Lo que sale del hombre, eso es lo que lo hace impuro. Porque del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre” (Mc 7,18-23). Una cultura que juega con la violencia Estamos en una cultura en la cual todo está permitido. Da la impresión que transgredir los límites está de moda. La transgresión es término pariente de agresión. Agredir, etimológicamente hablando, significa ‘ir hacia alguien’ y por extensión ‘ir hostilmente hacia’. Transgredir quiere decir ‘ir más allá de las costumbres, de las normas, de los límites’, podríamos decirlo recurriendo a una imagen: ‘hacer saltar los límites’. Podemos entender ahora por qué somos una sociedad violenta: sencillamente porque no tenemos la cultura de apreciar la sabiduría de los límites, a lo que se suma una especie de complejo en creer que la norma es sinónimo de represión. Un ejemplo. En estos días un diario de la capital publicó un suplemento para niños. El terror es el tema principal que ocupa las páginas centrales con titulares como “Una edición súper espeluznante para divertirte sin parar”; “Aguante terror”; “Noche de brujas”; “Escuela de monstruos”; “Personajes monstruosos”; “El calendario del horror”. Uno se pregunta ante una literatura de este género cuál es la finalidad que se persigue a mediano y largo plazo con los niños. La lectura forma la mente y el corazón de los lectores, en este caso de los niños. Será posible que seamos tan irracionales y crueles que los queremos convertir en brujas, en fantasmas, en monstruos. Si los contaminamos con ideas y los disfrazamos con vestimenta imitando a esos oscuros personajes, no esperemos una generación de jóvenes con ideales de libertad, de paz y de fraternidad. Si a esto sumamos el consumo de droga, las canciones cuya letra y música incita a la transgresión, y la omnipresente violencia y ridiculización de valores como la fidelidad en la pareja, el respeto por la persona del prójimo y la dignidad de todo ser humano, nos encontramos con un temible cóctel de adiestramiento para la violencia de consecuencias impredecibles. En el año 2003, el Episcopado advertía que respecto del cuadro de violencia e inseguridad que se vive en la sociedad, “los grandes medios de comunicación tienen una gran cuota de responsabilidad. Aunque pueden ser instrumentos privilegiados para la transmisión de valores, no han llegado a ser medios eficaces para la formación de una nueva sociedad. En manos de grupos de poder y al servicio de intereses económicos, a veces violan la intimidad, favorecen la anarquía y publicitan la violencia. Es aún más grave cuando se erigen en jueces que juzgan y condenan, confunden y banalizan hasta lo más sagrado. En desmedro de la verdad, relativizan todo y destruyen valores claves para la familia, la educación y el pueblo” (Navega Mar Adentro, 26). Hace ya algunos años, le han hecho un reportaje a una experta española en temas de Familia. Ella reclamaba que “se desbloquee de una vez por todas, la creación de un Consejo Audiovisual Español que regule los contenidos televisivos que llegan a los hogares. En estos momentos la televisión es una de las mayores promotoras de la mezcla de sentimentalismo y sensualidad que es el caldo de cultivo de «la tiranía de la satisfacción del deseo inmediato», de la falta de autodominio personal y de la mala gestión de los propios sentimientos y frustraciones que en casos extremos acaba llegando a la violencia psicológica y física entre las personas; por todo ello, creo que al gobierno le queda un gran trecho por recorrer para atajar este grave problema (Entrevista a Lorena Asensio, experta en Familia, 3 de noviembre de 2004, en Zenit.org). Salvar al agresor: misión de la víctima “La lucha contra la violencia debe apuntar ciertamente a detener el delito y a defender la sociedad, pero también al arrepentimiento y a la corrección del delincuente, que es siempre una persona humana, sujeto de derechos inalienables, y como tal no debe ser excluida de la sociedad, sino regenerada” (Benedicto XVI, Discurso a la Interpol, 9 de noviembre de 2012). Pero, ¿cómo se puede ver en el que delinque a una persona humana, sujeto de derechos inalienables, si no se lo mira con el prisma trascendente? ¿Quién le asegura la dignidad de persona humana que le corresponde aun al que delinque? Si desplazamos al Dios cristiano que en su Hijo Jesús redimió con su sangre tanto al agresor como a la víctima, ¿de qué otra fuente se podría extraer el sentido y las motivaciones para amar aun al que agrede y mata? El mensaje cristiano es profundamente revolucionario respecto del pensamiento corriente, porque propone la recuperación del agresor desde la víctima y no al revés. Estamos habituados a pensar que debe ser el agresor quien reconozca el delito, pida perdón y repare el daño causado. En cambio, los cristianos estamos llamados a ser testigos de lo que hizo Jesús. En realidad, si creemos realmente que Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida; y reconocemos que Dios es bueno porque hace llover sobre buenos y malos; que Jesús nos reconcilió con Dios, con nosotros mismos, con los otros y con la creación, para que aprendamos a tratarnos como hermanos y juntos cuidemos el lugar que habitamos, debemos admitir que lo hizo desde su condición de Víctima: una víctima que no guardó rencor, no se dejó llevar por resentimientos, ni por sentimientos de odio y venganza, sino que nos amó hasta el extremo. Hay en la revelación del Dios de Jesús una metodología infalible para recuperar al agresor. Se trata nada menos que de creer que la víctima es el único camino para desarmar al agresor y devolverle la posibilidad de empezar de nuevo y de sentirse profundamente renovado como persona. Pero para que la víctima pueda servir de instrumento de verdad, de justicia y de reconciliación, debe realizar un camino de sanación por el daño sufrido a causa de la agresión. Deberá, en efecto, curar sus resentimientos, deseos de venganza y aun el odio que se pudo anidar en su interior. El mensaje cristiano contiene un poder enorme en el perdón y la reconciliación. El cultivo de estas dos virtudes capitales debería transformarse en una verdadera cultura política, para que la humanidad dé un paso real y firme hacia una mayor humanización de sus vínculos, empezando por el matrimonio y la familia, y continuando con los demás ámbitos de la convivencia social y política. En el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia leemos que “La familia, comunidad natural en donde se experimenta la sociabilidad humana, contribuye en modo único e insustituible al bien de la sociedad. La comunidad familiar nace de la comunión de las personas: La “comunión” se refiere a la relación personal entre el “yo” y el “tú”. La “comunidad”, en cambio, supera este esquema apuntando hacia una “sociedad”, un “nosotros”. La familia, comunidad de personas, es por consiguiente la primera “sociedad” humana. Una sociedad a medida de la familia es la mejor garantía contra toda tendencia de tipo individualista o colectivista, porque en ella la persona es siempre el centro de la atención en cuanto fin y nunca como medio. Es evidente que el bien de las personas y el buen funcionamiento de la sociedad están estrechamente relacionados con la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar. Sin familias fuertes en la comunión y estables en el compromiso, los pueblos se debilitan. En la familia se inculcan desde los primeros años de vida los valores morales, se transmite el patrimonio espiritual de la comunidad religiosa y el patrimonio cultural de la Nación. En ella se aprenden las responsabilidades sociales y la solidaridad (213). Es necesario volver a las primeras páginas del Génesis para comprender que el origen de la violencia en el ser humano hay que buscarla en la soberbia pretensión de construirse a sí mismo de espaldas a su Creador. Las consecuencias de ese espejismo autista condujeron a la primera pareja humana a romper sus vínculos con Dios y entre ellos. Los primeros actos de violencia que registra la Sagrada Escritura tienen su origen en el corazón del hombre cuando se deja seducir por el pensamiento que lo tienta a ser todopoderoso: “serán como Dioses”. Inmediatamente se precipitaron en el abismo de la soledad y del aislamiento. Y como no puede haber dos dioses, empezaron a acusarse mutuamente de su desgracia, en un desesperado intento de esconder su indigencia y su desnudez. El camino de regreso hacia una cultura de la verdad y del encuentro, pasa irremediablemente por el camino de la sanación interior, que consiste en recuperar los vínculos fundamentales que dan sentido y pertenencia al ser humano: su relación con Dios, con el prójimo y con el lugar que habitamos.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap Arzobispo de Corrientes NOTA: A la derecha de la página, en "Otros archivos", el texto en formato de word como CHARLA SEGURIDAD CIUDADANA