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2019-10-24 |

El Laico, la Familia y la Doctrina Social de la Iglesia

UCSF, Santa Fe, 18 de septiembre de 2013

 


 Introducción

El tema que se me propuso exponer en esta sede es “El Laico, la Familia y la Doctrina Social de la Iglesia”. El hecho de juntar los tres argumentos tiene su razón de ser, porque en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia la familia y el laico ocupan un lugar destacado, a los que se dedica un capítulo respectivamente. Hay, por consiguiente, una relación muy estrecha entre los tres temas: laico, familia y Doctrina Social de la Iglesia. En el marco del tiempo que disponemos, voy a tratar de compartir con ustedes el pensamiento que nos brinda el magisterio de la Iglesia sobre el laico y la familia en el mencionado Compendio.
Recordemos que tanto la familia como el compromiso del fiel laico se encuentran entre los ámbitos pastorales prioritarios de las Orientaciones, que el episcopado argentino ha propuesto para el trienio 2012-2014. Allí podemos leer que “la realización de las conclusiones del primer Congreso Nacional de Doctrina Social de la Iglesia, realizado en Rosario (Mayo de 2011), tienen que seguir animando las tareas diocesanas y parroquiales para dar a conocer la DSI y formar a los laicos y a los políticos, empresarios y dirigentes en general en su compromiso por la construcción de la sociedad (1). Y respecto de la familia se dice que, “como célula básica de la sociedad, y el cuidado de la vida en todas sus expresiones, siguen siendo prioridades pastorales para este tiempo de nueva evangelización”  (2).
Por otra parte, en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, la Familia figura en el cuerpo central del documento. De las tres partes que componen la obra, la segunda es la más extensa, y empieza con el capítulo sobre la “Familia célula vital de la sociedad”, a la que dedica nada menos que 45 parágrafos (3). A continuación, y con la familia como apertura, aparecen temas que están estrechamente vinculados con la familia, como el trabajo humano, la vida económica, la comunidad política, la comunidad internacional, salvaguardar el medio ambiente y la promoción de la paz. Así, la familia aparece como una referencia clave para la persona y para la sociedad (4).
En cambio, la cuestión del laico, la encontramos en la tercera y última parte, donde le dedica la mayor atención. En el contexto de la doctrina social y acción eclesial, se insertan los treinta y tres números que desarrollan la “Doctrina social y el compromiso de los fieles laicos”. No está demás señalar que el Compendio concluye precisamente con los números dedicados al compromiso de fieles laicos en el ordenamiento del mundo según Dios, resaltando de ese modo la doctrina del Concilio Vaticano II sobre la índole secular que los caracteriza en el seguimiento de Cristo.
Antes de entrar en el tema, recordemos que “los principios de la doctrina social de la Iglesia, que se apoyan en la ley natural, resultan después confirmados y valorizados, en la fe de la Iglesia, por el Evangelio de Jesucristo” (5). La referencia al Evangelio de Jesucristo nos coloca en una perspectiva original y única para abordar la realidad humana en toda su dimensión individual y social. Esa es la perspectiva de la magnífica respuesta del Papa Francisco al periodista y filósofo Eugenio Scalfari, a dos intervenciones suyas en el diario La Reppublica referidas a la Encíclica Lumen Fidei y dirigidas al Santo Padre. El Papa, entre otras cosas, reflexiona así: “La Iglesia, de hecho, está llamada a esparcir la levadura y la sal del Evangelio, es decir, el amor y la misericordia de Dios, que son para todos los hombres, indicando la meta ultraterrena y definitiva de nuestro destino, mientras que a la sociedad civil y política le corresponde la ardua tarea de organizar y encarnar en la justicia y en la solidaridad, en el derecho y en la paz, una vida cada vez más humana. Vivir la fe cristiana no significa huir del mundo o buscar una cierta hegemonía, sino servir al hombre, a todo el hombre y a todos los hombres, a partir de las periferias de la historia, teniendo despierto el sentido de la esperanza, que impulsa a hacer el bien a pesar de todo y mirando siempre más allá” (6).
En esa misma luz, cuando le preguntaron a Nikolai Fyodorov, docente de teología ortodoxa en la Universidad de Oxford, cuál es el programa social que tiene la Iglesia ortodoxa rusa, él respondió: “Nuestro programa social es la Trinidad” (7). Con estas referencias quisiera destacar la importancia que tiene el ‘desde dónde’ miramos, pensamos y actuamos como creyentes, “porque la encarnación, es decir, el hecho de que el Hijo de Dios haya venido en nuestra carne y haya compartido nuestras alegrías y nuestras penas, nuestros logros y nuestros fracasos, hasta el grito de la cruz, viviendo todo desde el amor y la fidelidad al Abbá, da testimonio del increíble amor que Dios tiene por cada hombre, del valor inestimable que le concede. Por eso, cada uno de nosotros está llamado a hacer suya la mirada y la opción de amor de Jesús, a entrar en su forma de ser, de pensar y de obrar” (8).

I. El fiel laico en el CDSI
Una mentalidad todavía presente y extendida entre nosotros es considerar el compromiso del laico como colaboración en alguno de los servicios o ministerios en la comunidad cristiana. El ‘laico comprometido’ es una expresión que, a través del tiempo, continúa identificando a los hombres y mujeres que asumen algún ministerio relevante en la Iglesia. Sin embargo, la doctrina consagrada en el Concilio Vaticano II reconoce en el laico, ante todo, la ‘connotación esencial’ que se expresa en la índole secular de su seguimiento de Cristo, que se realiza precisamente en el mundo (9). Por eso, el Compendio lo primero que hace al empezar a referirse al fiel laico, es recordar el Concilio: “A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios” (10).
El Compendio, en los primeros números que dedica al fiel laico, presenta su identidad y su misión a partir de los textos conciliares de Lumen Gentium, Gaudium et Spes y la Exhortación apostólica Christifideles laici de Juan Pablo II (11). Luego se explaya sobre ‘la espiritualidad del fiel laico’; brinda unas pautas evangélicas para ‘actuar con prudencia’; continúa con la ‘la doctrina social y la experiencia asociativa’ como camino para la formación y maduración cristianas, el valor de la doctrina social para iluminar la acción pastoral en el ámbito social y como eficacia formativa para las diversas asociaciones profesionales; y finalmente, se detiene en los servicios de la presencia y actuación de los fieles laicos en el ámbito de la vida social: ante todo, emerge el servicio a la persona humana, luego a la cultura, a la economía y concluye con el servicio a la política (12).
Por cuanto se refiere a la identidad y tarea del fiel laico –de las que se habla en los primeros números– se afirma que “Es tarea propia del fiel laico anunciar el Evangelio con el testimonio de una vida ejemplar, enraizada en Cristo y vivida en las realidades temporales: la familia; el compromiso profesional en el ámbito del trabajo, de la cultura, de la ciencia y de la investigación; el ejercicio de las responsabilidades sociales, económicas, políticas. Todas las realidades humanas seculares, personales y sociales, ambientes y situaciones históricas, estructuras e instituciones, son el lugar propio del vivir y actuar de los cristianos laicos” (13). Estas consideraciones sobre la identidad y misión del laico no son novedosas para nosotros, sin embargo son realidades complejas a la hora de ponerlas en práctica. Para ello, es necesario tener presente siempre que “el testimonio del fiel laico nace de un don de gracia, reconocido, cultivado y llevado a la madurez”, como nos recuerda el Compendio, citando la Exhortación apostólica Christifideles laici.
A ese ‘don de gracia’ se refirió El Papa Francisco hace poco, cuando a los ciudadanos de Roma les dijo que “una revolución para transformar la historia, tiene que cambiar en profundidad el corazón humano. Las revoluciones que han tenido lugar durante los siglos han cambiado sistemas políticos y económicos, pero ninguna de ellos ha cambiado realmente el corazón del hombre. La verdadera revolución, la que transforma radicalmente la vida, la ha hecho sólo Jesucristo por medio de su resurrección” (14). Por eso, el Compendio recuerda que la “identidad del fiel laico nace y se alimenta de los sacramentos: del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía (…) En virtud de todo lo que Dios ha obrado en él imprimiéndole la imagen misma de su Hijo, Jesucristo. De este don divino de gracia y no de concesiones humanas, nace el triple «munus» (don y tarea), que cualifica al laico como profeta, sacerdote y rey, según su índole secular” (15).
En esa misma línea, el Papa Benedicto XVI, afirmó que “antes que cualquier actividad y que cualquier cambio del mundo, debe estar la adoración. Sólo ella nos hace verdaderamente libres, sólo ella nos da los criterios para nuestra acción. Precisamente en un mundo en el que progresivamente se van perdiendo los criterios de orientación y existe el peligro de que cada uno se convierta en su propio criterio, es fundamental subrayar la adoración” (16). Esto es válido para todo fiel laico, sacerdote o persona consagrada. Ese ‘don de gracia’ es un don que puede ser recibido sólo con una actitud humilde de acogida. Y para ello es preciso orar, así de sencillo, orar. Por eso, inmediatamente a continuación de la identidad y tarea del laico, se introduce el tema de su espiritualidad, donde se afirma que “Los fieles laicos están llamados a cultivar una auténtica espiritualidad laical, que los regenere como hombres y mujeres nuevos, inmersos en el misterio de Dios e incorporados en la sociedad, santos y santificadores” (17). “Solemos creer que cambiando las estructuras podemos construir un mundo nuevo –advierte el Papa Francisco-. La fe nos dice que sólo un corazón nuevo, regenerado por Dios, crea un mundo nuevo” (18).
En el Compendio leemos que la espiritualidad del laico “edifica el mundo según el Espíritu de Jesús: hace capaces de mirar más allá de la historia, sin alejarse de ella; de cultivar un amor apasionado por Dios, sin apartar la mirada de los hermanos, a quienes más se logra mirar como los ve el Señor y amar como Él los ama”. Y a continuación aclara que se trata de “una espiritualidad que rehúye tanto el espiritualismo intimista como el activismo social y sabe expresarse en una síntesis vital que convierte unidad, significado y esperanza a la existencia, por tantas y diversas razones contradictoria y fragmentada”. Por eso, más adelante cita Christifideles laici donde se explica que “no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida ‘espiritual’, con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida ‘secular’, es decir, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura” (19). Para no caer en esa dualidad paralizante y madurar la síntesis entre fe y vida, se requiere un camino regulado sabiamente por los elementos que caracterizan el itinerario cristiano: la adhesión a la Palabra de Dios; la celebración litúrgica del misterio cristiano; la oración personal, la experiencia eclesial auténtica; el ejercicio de las virtudes sociales y el perseverante compromiso de formación cultural y profesional (20).
La única virtud que se le asigna dos números en el texto dedicado a los fieles laicos es la prudencia. Con ello se le ha restituido la importancia que la misma tiene para discernir el bien y actuar con sabiduría evangélica. Lamentablemente, esta virtud ha perdido imagen porque se la identificó en la práctica –como se ilustra en el texto– con la astucia, el cálculo utilitarista, la desconfianza, o incluso con la timidez o la indecisión. En cambio, el Compendio la rescata y le devuelve su significado original como “virtud que dispone para discernir en cada circunstancia al verdadero bien y elegir los medios adecuados para llevarlo a cabo” (21). Además, se explica que la misma se articula en tres momentos: clarifica la situación y la valora; inspira la decisión y da impulso a la acción. La virtud de prudencia es propia de la razón práctica, que ayuda a decidir con sensatez y valentía las acciones a realizar, convirtiéndose en la medida de las demás virtudes. Aún la cita más extensa que encontramos en todo el documento, está dirigida a la virtud de la prudencia. Allí se expone con suma claridad y precisión la doctrina de Santo Tomás sobre dicha virtud.
Como habíamos anticipado, el primero de los ámbitos del compromiso social de los fieles laicos que indica el Compendio es el servicio a la persona humana y a la promoción de su dignidad, como el don más precioso que posee. Esa promoción implica, ante todo, la afirmación del inviolable derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural; el reconocimiento de la dimensión religiosa del hombre; el derecho a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa; y en el actual contexto cultural, adquiere especial urgencia el compromiso de defender el matrimonio y la familia. Se trata de una tarea esencial, es más, en cierto sentido es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana (22). Al respecto, el primer criterio de discernimiento para actuar ese servicio consiste en el compromiso y en el esfuerzo por la propia renovación interior, porque de la conversión del corazón brota la solicitud por el hombre amado como un hermano. Y para completar este criterio se afirma taxativamente que los fieles laicos deben trabajar a la vez por la conversión de los corazones y por el mejoramiento de las estructuras.
Por cuestión de tiempo, no nos vamos a detener en los restantes ámbitos del compromiso social que se señalan en el Compendio: el servicio a la cultura, a la economía y a la política. Sin embargo, por la actualidad que tiene el tema del laicismo y laicidad, notemos la claridad que brinda el texto sobre este tema. En efecto, allí se dice que “El principio de laicidad conlleva el respeto de cualquier confesión religiosa por parte del Estado, «que asegure el libre ejercicio de las actividades del culto, espirituales y caritativas de las comunidades de creyentes. En una sociedad pluralista, la laicidad es un lugar de comunicación entre las diversas tradiciones espirituales y la Nación». Por desgracia todavía permanecen, también en las sociedades democráticas, expresiones de un laicismo intolerante, que obstaculizan todo tipo de relevancia política y cultural de la fe, buscando descalificar el compromiso social y político de los cristianos sólo porque estos se reconocen en las verdades que la Iglesia enseña y obedecen al deber moral de ser coherentes con la propia conciencia; se llega incluso a la negación más radical de la misma ética natural” (23).
En esa misma línea, al final del documento de Aparecida, donde se habla de los “Discípulos y misioneros en la vida pública”, denuncia en términos muy claros “sea un viejo laicismo exacerbado, sea un relativismo ético que se propone como fundamento de la democracia”, generando señales de preocupación sobre la concepción del ser humano, hombre y mujer, que se ha ido plasmando; agresiones a la vida en todas sus instancias, en especial contra los más inocentes y desvalidos, la exclusión y la corrupción, tienen como referencia un ser humano, en la práctica, cerrado a Dios y al otro (24). Por ello, al finalizar esta parte, Aparecida hace un llamado al sentido de responsabilidad de los laicos para que estén presentes en la vida pública, y más en concreto en la formación de los consensos necesarios y en la oposición de las injusticias (25).

II. La Familia en el CDSI
Ante la crisis actual, se anuncia la buena nueva de la familia como don de Dios y plenitud de las relaciones interpersonales. “Familia” significa ser útil a alguien: famulus, en latín, de donde proviene el término familia, quiere decir servidor, esclavo, esto es: el que sirve. La imagen más transparente del servidor la podemos ver en Jesús: Él es el ‘famulus’, el que lava los pies a sus discípulos, el que genera vínculos ‘familiares’ con ellos y entre ellos. Ante ese gesto de Jesús, el Papa Francisco invita a que “cada uno de nosotros piense, «¿yo realmente estoy dispuesta, estoy dispuesto a servir, a ayudar al otro?» Pensemos esto, solamente. Y pensemos que este signo es una caricia de Jesús, que hace Jesús, porque Jesús vino precisamente para esto: para servir, para ayudarnos” (26). El Papa no está proponiendo gestos aislados de compasión con el prójimo, sino un modo de establecer vínculos profundos y duraderos entre las personas. Por eso, ese gesto de servicio debe convertirse en un estilo de vida que empieza en el matrimonio y se extiende luego a la familia. Solo así será posible construir una ciudad en la que habite la justicia y la paz.
Una clave esencial para aproximarnos a la Familia, es comprender que en esa realidad primaria se establecen los vínculos primeros y básicos entre las personas, y que de la naturaleza y calidad de los mismos dependerá la configuración de las relaciones humanas en el resto de la sociedad. Por eso, el Compendio anuncia la importancia de la familia ya en el título que encabeza todo el capítulo: “La Familia célula vital de la sociedad”. Los diversos apartados que conforman luego el contenido de esta parte tratan los siguientes temas, cuyos enunciados son también suficientemente expresivos: “La familia, primera sociedad natural”; “El matrimonio, fundamento de la familia”; “La subjetividad social de la familia”; “La familia, protagonista de la vida social”; “La sociedad al servicio de la familia”, que se desarrollan a lo largo de cuarenta y cinco números, dedicados a la familia.
Pero antes de continuar, me parece oportuno al menos enunciar que respecto de la turbulencia cultural en la que se encuentra el matrimonio y la familia, la cuestión de fondo está en la concepción misma de la persona humana. En un documento reciente de la Conferencia Episcopal Española, encontramos una descripción concisa y clara sobre la reducción antropológica que identifica hoy al pensamiento dominante: “A partir de los años sesenta, alentado por el influjo de un cierto marxismo que interpreta la relación entre hombre y mujer en forma de lucha de clases, se ha extendido ampliamente en ciertos ámbitos culturales. El proceso de “deconstrucción” de la persona, el matrimonio y la familia, ha venido después propiciado por filosofías inspiradas en el individualismo liberal, así como por el constructivismo y las corrientes freudo-marxistas. Primero se postuló la práctica de la sexualidad sin la apertura al don de los hijos: la anticoncepción y el aborto. Después, la práctica de la sexualidad sin matrimonio: el llamado “amor libre”. Luego, la práctica de la sexualidad sin amor. Más tarde la “producción” de hijos sin relación sexual: la llamada reproducción asistida (fecundación in vitro, etc.). Por último, con el anticipo que significó la cultura unisex y la incorporación del pensamiento feminista radical, se separó la “sexualidad” de la persona: ya no habría varón y mujer; el sexo sería un dato anatómico sin relevancia antropológica. El cuerpo ya no hablaría de la persona, de la complementariedad sexual que expresa la vocación a la donación, de la vocación al amor. Cada cual podría elegir configurarse sexualmente como desee”.
En esa dirección, el Papa Benedicto, en uno de sus últimos discursos advertía que “por desgracia, sobre nuestro tiempo también se abaten sombras que oscurecen el plan de Dios. Me refiero, sobre todo, a una trágica reducción antropológica que replantea el antiguo materialismo hedonista, al que se suma, además, un “prometeísmo tecnológico”. De la unión entre una visión materialista del hombre y el gran desarrollo de la tecnología emerge una antropología de fondo ateo. Presupone que el hombre se reduce a funciones autónomas, la mente al cerebro, la historia humana a un destino de auto-realización. Todo ello prescindiendo de Dios, de la dimensión propiamente espiritual y del horizonte ultraterrenal. En la perspectiva de un hombre privado de su alma y por lo tanto de una relación personal con el Creador, lo que es técnicamente posible se convierte en moralmente lícito, todo experimento es aceptable, cualquier política demográfica consentida y cualquier manipulación legitimada. La amenaza más peligrosa de esta corriente de pensamiento es, de hecho, la absolutización del hombre: el hombre quiere ser ab-solutus, liberado de toda atadura y de cualquier constitución natural”.
Y en ese mismo discurso afirma que “La visión cristiana del hombre es, efectivamente, un gran sí a la dignidad de la persona llamada a la comunión íntima con Dios, una comunión filial, humilde y confiada. El ser humano no es ni un individuo separado ni un elemento anónimo en la comunidad, sino una persona singular e irrepetible, intrínsecamente ordenada a la relación y la socialización. Por lo tanto, la Iglesia reafirma su gran sí a la dignidad y la belleza del matrimonio como una expresión de la alianza fiel y fructífera entre el hombre y la mujer, y su no a filosofías como la de género, está motivada por el hecho de que la reciprocidad entre hombres y mujeres es una expresión de belleza natural del Creador”.
Es muy sugestiva la lectura que hace el cardenal Gianfranco Ravasi (27), Presidente del Pontificio Consejo de la Cultura, sobre aquellos insuperables versículos del Génesis que describen la creación del hombre, mostrando cómo la estructura natural de la bipolaridad sexual es la que mejor refleja la imagen del Creador: “En Gen 1,27 encontramos la antropología de la «imagen» de Dios: «Dios creó al hombre a su imagen» y enseguida invierte la afirmación insistiendo: «A imagen de Dios lo creó». A continuación hay una sorprendente puntualización: «Varón y mujer los creó». Es decir, a la «imagen de Dios» corresponde paralelamente la bipolaridad sexual. La «imagen» divina hay que buscarla en la potencia generadora de la pareja, que se presenta como un reflejo en la historia del acto creativo de Dios. La pareja humana que se ama y genera se convierte en la imagen más semejante de Dios. Nuestro vínculo natural con el Creador hay que buscarlo en la persona humana, en cuanto comprende la bipolaridad sexual, la fecundidad, la capacidad de poseer y dar la vida y, por tanto, en el sentido más amplio, el amor. En esto se debe ver el rasgo distintivo de nuestra «semejanza» con Dios.
A diferencia de los mitos cananeos vigentes en la mentalidad de la época, para la Biblia, la creación de los dos sexos se presenta no como consecuencia de un pecado de rebelión contra Dios, sino como un acto del amor del Creador hacia su creatura que se siente sola e imperfecta y que, por eso, recibe un don, es decir una presencia que esté frente a él, en un diálogo de amor. El pecado, es decir la rebelión contra Dios, será cometido por la pareja, pero según la propia identidad y responsabilidad individual. El eje principal está colocado sobre la libertad de la creatura humana. Una libertad que actúa y se define con relación al otro, alcanzando su máxima expresión de cara a Dios.
La encíclica Lumen fidei, que marca maravillosamente la continuidad entre el Papa Benedicto y el Papa Francisco, nos enseña que la fe es, fundamentalmente, un encuentro, la experiencia de estar frente a un rostro que interpela con su palabra. “La fe, por su propia naturaleza, –leemos en el texto– requiere renunciar a la posesión inmediata que parece ofrecer la visión, es una invitación a abrirse a la fuente de la luz, respetando el misterio propio de un Rostro, que quiere revelarse personalmente y en el momento oportuno” (28). A contraluz de esto tenemos la idolatría, que se da cuando «un rostro se dirige reverentemente a un rostro que no es un rostro», según la sabia definición de Martín Buber, citada en la encíclica (29). En consecuencia, ese vínculo idolátrico no genera una reciprocidad personal, no abre camino, “sino una multitud de senderos, que no llevan a ninguna parte, y forman más bien un laberinto” (30). ¿No es acaso el drama de los vínculos parentales laberínticos que vivimos hoy? Donde se hace cada vez más difícil identificar el rostro del padre, de la madre y de los hijos, porque languidecieron sus identidades y cayeron en el desencuentro y la dispersión.
El Magisterio de la Iglesia afirma con total convicción que –según el designio de Dios– la pareja constituye «la expresión primera de la comunión de las personas», de allí que la familia es considerada como «el lugar primario de la “humanización” de la persona y de la sociedad» y «cuna de la vida y del amor» (31). De allí la importancia de la familia para la persona y para la sociedad. La familia es la primera estructura fundamental a favor de la “ecología humana” –afirma el Papa Juan Pablo II– en cuyo seno el hombre recibe las primera nociones sobre la verdad y el bien, aprende qué quiere decir amar y ser amado y, por consiguiente, qué quiere decir en concreto ser una persona” (32). Al mismo tiempo, siendo la familia la primera sociedad humana donde se aprende la relación personal entre el “yo” y el “tu”, se convierte también en la base del “nosotros” para la convivencia social. De todos modos, “ha de afirmarse la prioridad de la familia respecto a la sociedad y al Estado”. En todo caso, la sociedad y el Estado están en función de la familia (33).
Vamos a concluir esta parte, conscientes del valioso y amplio contenido sobre la familia que nos brinda el Compendio, esperando que esta breve aproximación nos deje la inquietud de volver a texto, estudiarlo y darlo a conocer más ampliamente.

Conclusión
Transcurrida ya la primera década del Concilio, el Siervo de Dios, el Papa Pablo VI, en aquella insuperable Exhortación apostólica del año 1975, Evangelii Nuntiandi, resaltaba el compromiso evangelizador de los laicos respecto de la familia, y los coloca como agentes de pastoral (34). Sobre esos textos deberíamos reflexionar con frecuencia, porque fueron, básicamente los que inspiraron el pensamiento sobre la Misión continental en Aparecida, entendida como misión de ‘toda la Iglesia y de todos en la Iglesia’. En esa Exhortación leemos que “en el seno del apostolado evangelizador de los seglares, es imposible dejar de subrayar la acción evangelizadora de la familia. Ahora bien, los primeros evangelizadores de la familia son sus propios integrantes y estos, obviamente, son todos fieles laicos, que tienen además la no fácil tarea de hacerse artífices de unidad (35).
El 13 de mayo del año 2007, en el Discurso inaugural de la V Conferencia General de Aparecida, el Santo Padre Benedicto XVI colocó la familia como el campo prioritario “para llevar a cabo la renovación de la Iglesia”  (36) y, a continuación, entre los otros campos, menciona a los laicos, “en estos momentos en que la Iglesia de este continente se entrega plenamente a su vocación misionera” (37). Según el pensamiento del Papa, la familia y los fieles laicos son agentes indispensables para renovar la Iglesia y la sociedad con la levadura del Evangelio. Se comprende así, la importancia fundamental de la formación de los fieles laicos, considerada por el Papa como un gran problema de la Iglesia actual, cuando se refirió al «analfabetismo religioso» (38)  como la falta de conocimiento de la fe.
Ante de concluir, quisiera recordar con ustedes unas palabras que pronunció el Papa Francisco en su reciente viaje al Brasil. Allí insistió en diversas ocasiones sobre la cultura del encuentro. Habló de ello a los jóvenes, a la clase dirigente y también al clero. La cultura del encuentro es una enorme deuda que pesa sobre nuestro pueblo. Todos sabemos que la persona se capacita o se anula para encontrarse con otras en la familia. La cultura del ‘descarte’ –trágico resultado del desencuentro entre las personas–, de la que también habló mucho el Santo Padre, tiene sus primeros pasos en la familia: allí debemos preguntarnos qué lugar le damos al anciano y al niño; cuánto escuchamos a los hijos adolescentes y qué tiempo pasamos con ellos; y cómo se tratan los cónyuges entre sí. Luego, la sociedad no es más que el reflejo de la cultura de los vínculos que se practica en el matrimonio y en la familia.
“Cuando los líderes de los diferentes sectores me piden un consejo –les decía el Papa Francisco a la dirigencia brasileña– mi respuesta es siempre la misma: Diálogo, diálogo, diálogo. El único modo de que una persona, una familia, una sociedad, crezca; la única manera de que la vida de los pueblos avance, es la cultura del encuentro, una cultura en la que todo el mundo tiene algo bueno que aportar, y todos pueden recibir algo bueno a cambio” (39). Casi en los mismos términos se dirigió al clero, recordándoles primero que promover la cultura del encuentro es ‘ir contracorriente’: “El encuentro y la acogida de todos, la solidaridad y la fraternidad, son los elementos que hacen nuestra civilización verdaderamente humana”. Por eso, la exhortación del Papa fue contundente: “Ser servidores de la comunión y de la cultura del encuentro” (40). El matrimonio y la familia son la usina central y básica donde se genera ese servicio de comunión y se ejercita la cultura del encuentro.
Sin embargo, el pensamiento dominante optó por la exaltación idolátrica del individuo, promoviendo una cultura irremisiblemente dispersiva, fragmentaria e indiferente. En ese camino delirante hacia sí misma extravió el rostro del otro. “Sin un amor fiable, nada podría mantener verdaderamente unidos a los hombres” (41), nos advierte la reciente Carta sobre la fe. Así es como la propuesta cristiana “permite comprender la arquitectura de las relaciones humanas, porque capta su fundamento último y su destino definitivo en Dios, en su amor, y así ilumina el arte de la edificación, contribuyendo al bien común” (42). Esa es la fascinante perspectiva del hombre y la mujer creyentes, llamados a comprometer todos sus esfuerzos en promover la cultura del encuentro en la familia y en la sociedad.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap
Presidente de la Comisión Episcopal
del Apostolado Laico y la Pastoral Familiar



NOTAS
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(1) CEA, Orientaciones pastorales para el trienio 2012-2014, n. 29.
(2) CEA, Orientaciones pastorales para el trienio 2012-2014, n. 30.
(3) Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, (CDSI), nn. 209-254.
(4) CDSI, n. 212-213.
(5) Carta del Secretario de Estado al Presidente del Pontificio Consejo Justicia y Paz, del 29 de junio de 2004, citada al inicio del CDSI.
(6) PAPA FRANCISCO, Carta al Dr. Eugenio Scalfari, 4 de septiembre de 2013.
(7) Il Regno-documenti, noviembre de 2000.
(8) PAPA FRANCISCO, Carta al Dr. Eugenio Scalfari…
(9) CDSI, n. 541.
(10) Lumen Gentium, n. 31.
(11) CDSI, n. 541-544.
(12) CDSI, n. 545-574.
(13) CDSI, n. 543.
(14) PAPA FRANCISCO, Catequesis del 18 de junio de 2013.
(15) CDSI, n. 542.
(16) BENEDICTO XVI, Discurso a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2005.
(17) CDSI, n. 545.
(18) PAPA FRANCISCO, Catequesis del 18 de junio de 2013.
(19) CDSI, n. 546; Christifideles laici, n. 59.
(20) CDSI, n. 546.
(21) CDSI, n. 547.
(22) CDSI, n. 552; Christifideles laici, n. 37.
(23) CDSI, n. 572; JUAN PABLO II, Discurso al Cuerpo Diplomático, 12 de enero de 2004.
(24) Cf. Aparecida, n. 503-504.
(25) Cf. Aparecida, n. 508; BENEDICTO XVI, Discurso Inaugural, Aparecida, 13 de mayo de 2007.
(26) PAPA FRANCISCO, Homilía en Casal del Marmo, lugar de detención para menores, Roma, 29 de marzo de 2013.
(27) Cf. RAVASI, Gianfranco, Che cos’è l’uomo, Ed. San Pablo, Milán; Año 2011.
(28) Lumen fidei, n. 13.
(29) Ibídem, n. 13.
(30) Ibídem, n. 13.
(31) CDSI, n. 209.
(32) CDSI, n. 212.
(33) Cf. CDSI, n. 214.
(34) Lumen fidei, n. 13.
(35) Ibídem, n. 13.
(36) Ibídem, n. 13.
(37) CDSI, n. 209.
(38) CDSI, n. 212.
(39) Cf. CDSI, n. 214.
(40) PAPA FRANCISCO, Discurso a la Clase Dirigente, Brasil, 27 de julio de 2013.
(41) PAPA FRANCISCO, Discurso a los Obispos, Sacerdotes, Religiosos y Seminaristas, Brasil, 27 de julio de 2013.
(42) Lumen fidei, n. 51.
Ibídem, n. 51.